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«Alguien tiene que hacer este trabajo»

«Alguien tiene que hacer este trabajo»

El agua salta salpicando los bordes de la lancha. El agua moja el jeans de Andrés, pero él se preocupa más por el paquete que lleva, con material para el taller, que por sí mismo. Pasamos por la refinería. Los ruidos del motor del barco suenan monótonos en la madrugada; nos ensordecen y nos quedamos medio dormidos. Los pequeños puertos aparecen y desaparecen: Barrancabermeja, Cantagallo, Puerto Wilches… hasta San Pablo. Una hora escasa separa la Petrópoli del Magdalena Medio del pequeño pueblo en el Sur de Bolívar. El muelle está lleno de gente en un incesante corre corre. Dos muchachos ayudan a Andrés a subir los paquetes de la lancha. «Doctores», les llama Andrés, «mil pesitos para cada uno». Yo salgo por un lado al desembarcadero. Me da pena ver como Andrés se esfuerza con los paquetes. El mandato de PBI obliga estricta no-injerencia. Aunque suena exagerado, ayudar a Andrés con el peso puede aparecer desde fuera como si participamos directamente en su trabajo. Mientras le miro, se está cayendo un bulto de su carga, rápidamente lo agarro y juntos lo llevamos al taxi que está esperándonos. Esta es una delgada línea roja en la que nos balanceamos como acompañantes y observadores internacionales, pero PBI Colombia tiene 20 años de experiencia con este mandato y logramos que se dé este equilibrio. Vamos a la oficina regional de la Acvc, (Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra), una organización hermana de Credhos, (Corporación Regional para la Defensa de los Derechos Humanos), es para esta segunda para la que trabaja Andrés. Uno de los paquetes lo dejamos allí; el otro, Andrés se lo echa al hombro y juntos andamos por la calle empolvada. El parque central está poblado por pequeños negociantes y vendedores ambulantes. Cruzamos a una calle lateral, por ambas aceras están patrullando soldados con armas pesadas y con el uniforme de batalla. PBI mantiene un contacto permanente con las autoridades civiles y militares. Antes de cada acompañamiento informamos al ejército sobre nuestro trabajo y nuestra presencia en la zona. Así se construye confianza y los soldados reconocen nuestras camisas blancas con el logo en verde. Eso nos ayuda ahora en la calle empolvada, los jóvenes uniformados ni nos miran. La desconfianza entre ONG colombianas y el ejército es todavía muy alta. Los vínculos de militares de alto rango en crímenes contra los derechos humanos de la población civil están siendo investigados desde hace años. Es un largo proceso para recuperar la confianza perdida. Cruzamos un parque infantil improvisado con neumáticos de carros. Los soldados ya no se ven. Andrés llama a la puerta de la Casa de la Mujer, donde se desarrollará el taller. Nos abre María[1], ella es miembro de la OFP, (Organización Femenina Popular), una ONG muy conocida y reconocida en el Magdalena Medio. Hay fuertes lazos entre las diferentes organizaciones que luchan por los derechos humanos y para una paz social. Dos mujeres ayudan a repartir las sillas de plástico en el patio. Desde la entrada veo como Andrés está hablando con alguien por teléfono y, mientras se pasa una mano por la frente, llama a María y le pasa el celular. Me acerco hasta donde están y le pregunto qué ha pasado, Andrés está en estado de shock, tiembla y me dice: «acaban de llamar a la sede de Credhos, en Barranca, comunicando una amenaza a mí persona, dicen que me matarán si me quedo en San Pablo». Por puro susto, me sale preguntarle: «¿por qué?». Enseguida lamento la pregunta. «¡Qué sé yo! Ellos quieren sacarnos de acá, no les gusta que explicamos a la gente sus derechos, que recibimos denuncias y que atendemos a las víctimas», me comenta muy nervioso. Llamo directamente a mi equipo en Barranca y les informo sobre la amenaza. De allí llaman al ejército, a la policía y a la marina. Juntos, con Andrés, decidimos volver lo más rápido posible. Damos un rodeo al puerto, sospechamos que alguien nos vigiló alguien durante nuestra llegada, esto me produce piel de gallina. Andamos de nuevo por calles empolvadas, pero ahora nos persigue el miedo. Aunque Andrés es más joven que yo, ya tiene un hijo pequeño y me imagino que está pensando en él, en este momento. Cruzamos una calle lateral. Se escucha música alegre y ritmos caribeños. Una multitud disfrazada y maquillada está bailando en la calle y se prepara para el desfile. Estamos en carnaval. El contraste me choca, allá la fiesta tropical del pueblo y acá la triste realidad de un joven defensor amenazado. Llegamos al puerto, compramos un ticket y subimos a la misma lancha de la cual hemos bajado hace menos de una hora, pero sentimos que fue hace una eternidad. Busco distraer a Andrés, «¿todo bien, hombre?» Me mira con una sonrisa forzada: «sí, bien, la primera vez siempre es duro; pero mira, el agua me tranquiliza». Tiene razón, cruzamos las olas del río Magdalena. Un río históricamente importante para Colombia. Acá subieron los primeros conquistadores y colonos. Acá bajan las últimas víctimas de la violencia. San Pablo, Puerto Wilches, Cantagallo y, de nuevo, pasamos la refinería. Una nube espantosa flota sobre las chimeneas. Andrés me explica «llovió la noche pasada, por eso el vapor. Trabajé cinco años allá». «¿Por qué lo dejaste?» -le pregunto y bromeo: «¿si ellos pagan bien, no?». Andrés está mirando a las olas en dirección a la refinería y dice: «eso me pregunto a veces también, pero bueno, alguien tiene que hacer este trabajo». - Stephan   [1] Nombre cambiado