A orillas del río Calima, entre los departamentos de Valle del Cauca y Chocó, se asientan diversas comunidades indígenas y afrodescendientes. Son comunidades que han sufrido y siguen sufriendo amenazas de grupos armados neoparamilitares, que les obligan a desplazarse de sus territorios, a abandonar sus casas y sus tierras.
Descendiendo por una calle que llega hasta el río, llegamos al muelle del Puerto de la Colonia, en Bajo Calima, donde está la panga, la barca que nos trasladará. Nuestra llegada al puerto despierta la atención de todos los que están allí: un carro todo terreno con extranjeros que descargan mochilas, quiebra la calma del lugar.
Montamos en la panga y salimos río abajo. Desde el inicio siento que la selva nos engulle, la vegetación parece intentar comerse al río, pero éste se abre paso con la fuerza de sus aguas. Una selva majestuosa, cómplice de guerrilleros y neoparamilitares, y testigo del narcotráfico.
Llegamos a la comunidad Nonam rebautizada Santa Rosa de Guayacán, lanzamos el equipaje a quienes nos esperan en la orilla, el gobernador junto con un acompañante nos saludan tímidamente y abordan la panga portando una olla llena de arroz y pescado que nos ofrecen, la comida rápidamente compensa el frío saludo. Después, salimos a toda velocidad hacia Chamapuro, donde recogemos a otro líder indígena; por el camino vamos comiendo arroz y pescado procurando que el aire de la barca no lo enfríe demasiado. Siguiente parada: Puerto Pizario, donde tendrá lugar una reunión con siete comunidades de la zona que han sufrido violencia neoparamilitar y desplazamiento.
De no saber que a Puerto Pizario continúan llegando comunidades indígenas huyendo de las amenazas y el terror paramilitar, uno podría pensar que es un lugar mágico, un lugar donde perderse. Sus casas de madera, su situación privilegiada frente al río y la naturaleza salvaje que lo rodea le dan un aire casi de cuento. En la orilla vemos largas pangas construidas vaciando grandes troncos de madera, obras de ingeniería indígena. Paseamos por el lugar mientras las comunidades comparten inquietudes, problemas y soluciones en la reunión.
Finalizada la asamblea remontamos el río hacia Santa Rosa de Guayacán para las celebraciones del 5º aniversario del retorno de la comunidad. Santa Rosa, posiblemente por la festividad del día, está llena de niños jugando. Quizás porque la lluvia amainó o quizás porque en Puerto Pizario el terror es más reciente, el ambiente en Santa Rosa parece más relajado.
Los niños del resguardo nos miran con extrema atención, nos observan y escuchan sin responder nuestras preguntas, los más pequeños apenas hablan español, los más grandes sí, porque ellos tuvieron que vivir hacinados durante un año en un refugio en la ciudad de Buenaventura, cuando el conflicto armado no les dejó vivir en su territorio.
Nos acomodamos en una bonita casa de madera, construida sobre palafitos. Aunque está en lo alto de una ladera y no hay peligro de inundación, la construcción sobre los palafitos aísla la casa de la intensa humedad del lugar. Cenamos un poco de pollo con arroz y nos vienen a buscar para que acudamos a la casa grande, lugar principal de la comunidad. Esta especie de gran salón es lo primero que los Nonam construyen cuando deciden establecerse en un lugar, es un espacio grande abierto, sin paredes, con techo alto y ahí se celebra la fiesta para recordar el regreso a su tierra hace cinco años, de donde nunca debieron salir.
Nos reunimos con ellos y, por sorpresa, nos vuelven a ofrecer comida, que no quisimos rechazar para agradecer su hospitalidad.
Los Nonam viven orgullosos de su cultura, una de las mujeres más ancianas de la comunidad comenzó a tocar el tambor y cantar canciones en su lengua, otras dos le acompañaban y el resto de la comunidad comenzó a bailar, grandes y pequeños, todos danzaban al son del tambor. Los bailes duraron varias horas, poco a poco fueron quedando los más jóvenes, y el baile se fue acelerando, los saltos cada vez eran más altos sobre un suelo de caña que servía de gran cajón rítmico. Al rededor del baile estaban algunas mujeres que dibujaban con pigmentos y cañas, a modo de pincel, sobre la piel morena de mujeres, hombres y niños.
Sebastián un joven de 15 años entabló conversación conmigo. Los indígenas parecen bastante tímidos, pero terminamos dándonos cuenta que en su forma de relacionarse lo que hacen es observar. Observan a su interlocutor, del que les importa lo que diga y también el cómo lo dice, no necesitan intervenir ni interrumpir, escuchan y observan. Podría dar la impresión que son poco participativos, pero en realidad tienen una visión más contemplativa y perceptiva del mundo y la naturaleza que les rodea. Sebastián estudia bachiller en la escuela indígena que se construyó en Puerto Pizario, quiere estudiar algo técnico, le gustan las matemáticas, dice que no irá a la universidad porque él es pobre y no tiene dinero; además, quiere hacer algo por su comunidad. Se emociona mucho hablando de su comunidad, para él es lo más importante. Algún día quiere llegar a ser gobernador de los Wounaan Nonam.
La fiesta acabó tarde, la lluvia torrencial hizo presencia y regresamos corriendo al lugar que nos acogería en la noche, colgamos las hamacas y nos dormimos escuchando la lluvia.
Por la mañana, los niños jugaban un partido de fútbol bajo la lluvia. Poco a poco escampó, nos reunimos de nuevo bajo el techo del lugar de reunión de la comunidad.
Pescado con arroz y café súper dulce, me parecen el mejor desayuno del mundo frente al río y una selva mojada. Tenemos que partir. Nos alejamos en panga de Santa Rosa de Guayacán dejando atrás un lugar que a simple vista se podría considerar un paraíso de ensueño pero que algunos lo están convirtiendo en un infierno.
Michaela y Fernando, brigadistas austriaca y español de PBI Colombia