La comunidad respira paz. Los enemigos de estos hombres y mujeres valerosas tratan de estrechar el cerco violentamente para que no se extienda el ejemplo de resistencia. Sin embargo, en el interior de la comunidad la vida no sólo sigue sino que cada día se alcanzan nuevas metas y se proyectan otras para continuar construyendo el camino de la paz. “Han llenado nuestra tierra de ríos de sangre”, pero “nunca pararemos de clamar por nuestra vida y la de los demás pobladores de nuestra región”[1].
El día amanece entre aromas de café, una suave brisa y las sonrisas de niños y niñas que, recién lavados y peinados, acuden a la escuela en La Holandita. Allí reciben una educación singular, no sólo porque las profesoras prestan una atención diferenciada atendiendo a las necesidades y capacidades de cada estudiante, sino porque la historia que aprenden se ha escrito desde abajo. Y un día a la semana, las nuevas generaciones participan con las personas adultas en el trabajo comunitario: entre risas y canciones, limpian de maleza el caserío, zarandean el cacao (separan las impurezas del grano), alimentan a los animales...
[caption id="attachment_10144" align="alignnone" width="1200"] Monumento de homenaje a las personas victimas de la masacre del 21 de Febrero 2005[/caption]
Esta mañana toca aprovisionarse de madera, esencial para cocinar y mantener en buen estado las humildes, pero dignas casas que edificaron con sus manos cuando trasladaron el pueblo hace 13 años. Tras la salvaje masacre de 8 personas en 2005[2], el Gobierno construyó una base de policía en el casco urbano de San José de Apartadó; la comunidad empacó todas sus pertenencias, recogió todos los rastros de su memoria colectiva y se instaló en la cercana finca de La Holandita, donde levantó con gran esfuerzo lo que hoy es San Josesito[3]. De esta forma, conservan intacto su principio de neutralidad frente a todos los actores armados y evitan el riesgo de verse en medio del fuego cruzado entre la policía y sus potenciales atacantes.
Ahora, sin alejarse mucho del caserío, cortan troncos con las temibles motosierras, que en sus manos se convierten en inocentes y prácticas herramientas, y los convierten en leña o en tablas. Hoy, además, han tallado una pequeña mesa y sillas para poder jugar al anochecer -cuando refresca- partidas de dominó en las que se juntan varias generaciones. Las y los acompañantes observamos con admiración su destreza al cortar la madera y con cierta extrañeza la alegría que expresan sus rostros a pesar del inclemente sol y de la pesada carga que llevan en su hombros.
Al mediodía, la actividad se detiene momentáneamente durante el almuerzo. Ellas y ellos dan buena cuenta del arroz, plátanos, frijoles y otros carbohidratos necesarios para la gran cantidad de energía que consumen en su trabajo físico cotidiano; algunos de nosotras/os nos resignamos a ver cómo crecen nuestras barrigas.
La modorra de la sobremesa se combate con un buen tinto y más actividad. Desde hace días, un grupo está trabajando en la puesta a punto de la trilladora. Hace bastante tiempo que no se utiliza la máquina, así que mientras unos la revisan y debaten sobre qué piezas ajustar, otros cierran con tablas el cobertizo que la aloja para protegerla de la lluvia y de posibles robos ya que está situada en el linde de la comunidad con la carretera Apartadó-San José. A esa carretera miran de reojo cada vez que pasa alguien: los neoparamilitares han anunciado repetidas veces su intención de incursionar en San Josesito para cometer una masacre e incendiar el caserío[4], y por esa vía se les ha visto pasar y se han escuchado disparos en las últimas semanas[5].
Pero esa lógica preocupación no paraliza el trabajo, ni siquiera les cambia el humor. Las bromas se suceden entre los miembros de la comunidad y entre éstos y las y los brigadistas que les acompañan. Se recuerdan, entre risas, anécdotas recientes, como las caídas de las mulas y de las modernas hamacas donde duermen los voluntarios, y otras antiguas, como ciertas confusiones provocadas en el manejo del español. Son casi dos décadas acompañándoles, compartiendo momentos muy duros, pero también disfrutando de las pequeñas alegrías que trae cada día vivido dignamente. En la comunidad de paz, a pesar de todo, se confirma la certeza del antiguo proverbio latino: “La fortuna favorece a los audaces”.
“Déjennos en paz”
Y mientras en San Josesito la jornada ha transcurrido entre tareas cotidianas y nuevos proyectos, como la puesta en marcha de la trilladora, en las veredas el día también ha sido de intenso trabajo. En Mulatos, se están construyendo nuevas casas para las familias que se van a trasladar a vivir a la Aldea de Paz Luis Eduardo Guerra. La tierra que fue escenario de muerte en febrero de 2005 se ha ido transformando en un lugar de vida en homenaje al fundador de la comunidad y a las otras personas que fueron asesinadas[6]. A golpe de machete despejaron la zona de maleza, levantaron una biblioteca, una escuela, un quiosco... y en estos días va a acoger a más campesinas y campesinos que van a sembrar resistencia frente a quienes quieren acabar con su proyecto comunitario.
[caption id="attachment_10143" align="alignnone" width="1200"] Paco Simón, voluntario del equipo Urabá[/caption]
La comunidad responsabiliza al Estado colombiano de las múltiples violaciones a los derechos humanos que ha sufrido en su más de veinte años de existencia porque “se ha valido de estructuras paramilitares estrechamente ligadas a su fuerza pública, las cuales han contemplado, entre otros muchos crímenes, la eliminación física de nuestros integrantes y del campesinado de nuestro entorno”[7]. Y tras la masacre de 2005 decidió romper con las instituciones. “Ahora queremos que nos dejen en paz. No pedimos nada al Estado, no queremos sus servicios ni sus inversiones. Solo que nos dejen ser campesinos libres”, asegura con rotundidad uno de los pocos fundadores de la comunidad de paz que ha sobrevivido a estas dos décadas de amenazas, agresiones y asesinatos.
Paco Simón