Rondan las ocho de la noche y empiezas a tener hambre. Vas a la cocina, abres la nevera, sacas un tomate, lo lavas, lo cortas por la mitad y… te das cuenta que una parte está demasiado blanda, que sin apenas apretarla sale el jugo disparado a tus ojos -en plan venganza- y crees que desprende un olor raro, así que la miras con desconfianza y la rechazas rápidamente tirándola sin ganas al cubo de la basura. Mañana será recogida por el camión que pasa todos los jueves temprano frente a la casa para llevar la bolsa de deshechos orgánicos a algún botadero -quizás el de Doña Juanita[1]- en la periferia de Bogotá, donde los residuos no molesten con su hediondo aroma. Allá la mitad del tomate demasiado blanda será el alimento de pájaros, gusanos o perros o se descompondrá sin más, finalizando así una cadena de producción larga y algo desconocida que empieza en el campo y termina en la ciudad. ¿Pero cuál es el camino inverso, el que el tomate hace desde el medio urbano hasta el medio rural?
Rebobinemos: el tomate que sacaste de la nevera lo compraste en el supermercado más cercano a tu casa. Lo trajeron en un camión de mercancías la noche anterior desde algún punto del sur de Bolívar -unas doce horas de viaje por carretera-, junto a otros muchos tomates y, quizás, otras muchas verduras. El día anterior, Manuela, una mujer de tez oscura y piel arrugada, recogió lo que su finca produce desde hace más de 18 años y cuyas labores campesinas comparte diariamente con su marido. Ese día, el día en que Manuela y su esposo recogieron el tomate que tú decidiste cenar, la mitad demasiado blanda que tiraste al cubo de la basura no lo estaba.
[caption id="attachment_9964" align="alignnone" width="1200"] “Las mujeres campesinas hemos tomado la iniciativa de la lucha por la tierra, por el territorio, por el respeto de los recursos naturales”. Foto: Bianca Bauer[/caption]
A veces, cuando abro la nevera, pienso en el trayecto que realizan los alimentos del campo a la ciudad y me imagino la historia detallada que nos narra el documental Ilha das Flores[2]. Qué manos serán quienes han escogido esta fruta u hortaliza y qué cantidad de kilómetros habrán recorrido. Casi siempre pienso en manos femeninas, como las de Manuela y Diana y Carmen y Flora y Sabina. Mujeres campesinas con las que me he ido cruzado en algún momento por distintos territorios colombianos. Todos rurales. Todos agrícolas.
Y pienso en mujeres campesinas desde la condición de mujer urbana intentando establecer alguna relación espacio-temporal pero también feminista-práctica con el fin de entendernos desde nuestras diferencias sabiendo que, en el fondo, no hay tantas. “La vida en el campo es difícil”. Lo dicen muchas. Y no por el arduo trabajo diario de la tierra, que también, sino porque la visión romántica que se tiene desde la urbe (formada por aire limpio, naturaleza, libertad, silencio, contacto con la tierra, productos recién cogidos de la huerta…) es más una realidad plagada de dificultades, vulneraciones y discriminaciones, todas ellas silenciadas pero evidentes a la par. Y es que a la violencia psicológica, física y económica que sufren las campesinas, por el simple hecho de ser mujeres rurales, se suman la discriminación en el acceso a la tierra y a los recursos productivos, así como en la toma de decisiones, según lo denuncia la Declaración de los Derechos de las Campesinas y Campesinos[3].
En Colombia, el Acuerdo de Paz[4] firmado entre el Gobierno y las Farc -un acuerdo que va dirigido a toda la ciudadanía, no solo a quienes lo firmaron-, refleja muchos de los retos que hoy día presenta la sociedad colombiana a la hora de implementar eso que llaman el enfoque de género y diferencial. “El acuerdo logró mover esa forma de ver y de explicar el mundo a partir del reconocimiento de género, diferencial, territorial y con enfoque de derechos humanos sobre las víctimas”, explica la activista feminista que forma parte del movimiento social de mujeres de Colombia, Girlandrey Sandoval, sabiendo que esas víctimas, en su mayoría, tienen nombre femenino, y dejando claro que estos avances no se hubieran logrado sin el empeño del movimiento de mujeres que viene apostándole fuerte en Colombia desde hace años.
[caption id="attachment_9965" align="alignnone" width="1200"] “Las defensoras de los derechos humanos a menudo están en la primera línea de las batallas por los derechos humanos, en parte porque se ven directamente afectadas por violaciones de los derechos humanos y porque cuestionan el poder de las empresas y el patriarcado profundamente arraigado”. Relator Especial de la ONU, Michel Forst: Situación de los defensores de los derechos humanos, 2017. Foto: Bianca Bauer[/caption]
Uno de los graves problemas que las mujeres del campo han venido reclamando siempre es la falta de posesión o titulación de las tierras que trabajan de manera incansable. Históricamente han sido ellos, los hombres, quienes han tenido el derecho a ser los propietarios de los terrenos, siendo también quienes dirigían las parcelas y decidían cómo manejarlas, incluso partiendo de la evidencia de que los títulos de propiedad en Colombia son escasos y los controlan los grandes terratenientes.
Pero volviendo a las diferencias entre hombres y mujeres, en el campo es muy evidente una desigualdad basada en el género. Y “es por eso que ellas no son propietarias de la tierra, no heredan, no titulan, no toman decisiones de qué se siembra y dónde, o lo que se hace con la propiedad rural. Hoy hay muchas mujeres que son presidentas de Juntas de Acción Comunal (Jacs) que han ampliado su espectro organizativo comunitario, pero aún así no hay propiamente una conciencia de la diferencia sexual, algo básico en casi todo proceso de concientización”, explica Sandoval con cierta indignación.
Quizás por ello, el Acuerdo genera ciertas esperanzas a quienes nunca han visto su nombre en una escritura de propiedad porque el punto uno, titulado Hacia un nuevo campo colombiano: Reforma Rural Integral, aborda la promesa de redistribución gratuita de tierras, así como la formalización de predios que ocupa o posee la población campesina en Colombia.
Pero “la falta de cumplimiento de lo acordado durante el año que lleva en marcha la implementación genera más inquietudes que alegrías al campesinado”. Carmenza Gómez, presidenta de la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (Anzorc), habla desde Bogotá de las ilusiones frustradas que inundan las áreas más periféricas. Por suerte, en estos lugares, donde casi nunca llega el Estado a cumplir con sus obligaciones, se han acostumbrado a coger las riendas de su desarrollo y bienestar. Es así que las organizaciones de mujeres campesinas en los territorios han venido trabajando un posicionamiento político fuerte. Son ellas quienes, por ejemplo, ponen las barreras ante la entrada de proyectos extractivistas y de agrocombustibles, megaproyectos viales, explotación minera, ganadería intensiva o agroforestal que “lo único que nos traen son problemas”, se resigna Carmenza, por la contaminación que arrastran, por las dinámicas sociales que traen a las comunidades y por la ruptura del tejido social que generan. “Las mujeres campesinas hemos tomado la iniciativa de la lucha por la tierra, por el territorio, por el respeto de los recursos naturales… Con todo lo que tiene que ver con la conservación de nuestro entorno”, explica esta campesina vallecaucana poniendo énfasis en esa lucha femenina y feminista que lleva liderando desde hace años.
La recuperación de semillas tradicionales es otra de las actividades que deben ser reconocidas a las mujeres campesinas. Ellas trabajan en conservar las costumbres milenarias, no sólo en relación a los alimentos que siempre han cultivado, sino también a las actividades agrícolas, sociales y culturales asociadas. Con el modelo de desarrollo capitalista y de libre mercado se ha ido perdiendo la ancestralidad campesina, ya sea porque las ciudades han sido imanes atractivos para despojar las zonas rurales o porque las dinámicas productivas y recolectoras tradicionales han sido absorbidas por el capital, pasando a otras mucho más industrializadas, procesadas y, por qué no, artificiales que han convertido a los alimentos en mera mercancía generando, paradójicamente, más hambre en el mundo.
Pero además de la pérdida de estas prácticas, hay que reconocer que la ancestralidad del campesinado se ha invisibilizado, como si quienes trabajan la tierra no tuvieran un derecho divido con su entorno tal y como lo plantean las comunidades indígenas y afrodescendientes. Solo hay que observar las actividades que realizan las mujeres campesinas para asegurar una soberanía alimentaria, aunque nos cueste pensarlas como sujetos activos y centrales en el rescate y la conservación de las semillas. “¿Por qué si no eso no se representa en los espacios de toma de decisión tanto de las familias, las comunidades o las organizaciones a las que pertenecen?”, se pregunta Sandoval para dar cuenta de que, aunque las mujeres siguen contribuyendo y sosteniendo la vida campesina, eso no representa ninguna línea de poder ni de autoridad, habiendo aún muchas desigualdades entre las mujeres y los hombres que trabajan la tierra y mantienen unos vínculos especiales y directos con la naturaleza.
Mujeres cocaleras
Aún recuerdo el recorrido que Diana Morales ha de hacer cada vez que quiere bajar a Florencia (Caquetá) desde su montañosa finca. Allá, en lo alto, alejada de lo mundanal, posee unas 500 hectáreas, de las cuales en la quinta parte cultiva plátano, yuca y hoja de coca. La trabaja desde hace ya muchos años. Ni sus hijos, tres jóvenes varones que tardan hasta tres horas en llegar al colegio, han conocido otra forma de vida. Pero es que ha sido el único producto que les ha permitido vivir “porque no nos queda más remedio”, me contaba con justificación hace ya dos noviembres. La lejanía les ha impedido producir y comercializar otras plantas debido a las dificultades para recorrer unos cuantos kilómetros a caballo hasta llegar a La Unión, Tejada y desde ahí tomar una chiva, si consigue cuadrar bien los horarios en los que pasa por las trochas que van a la urbe. En estos días me acordaba de Diana y de su periplo cada vez que necesita ir al médico, comprar aquello que el campo no le ofrece o acudir a las reuniones de la Comisión Departamental de Mujeres, de la que forma parte. Y me acordaba de ella y de todas las Dianas de Colombia por el reconocimiento jurídico que han conseguido con los Acuerdos, a través del punto cuatro: Solución al problema de las drogas ilícitas. En él se reconoce el papel de las mujeres campesinas que forman parte de la cadena de recolección y producción de hoja de coca. Pero también, se reconoce que esta actividad la realizan como consecuencia del abandono estatal para poner en práctica planes de sustitución voluntaria, integral y concertada de los cultivos de uso ilícito. Además, las personas que trabajan la hoja de coca en Colombia desean que se defiendan los usos rituales, ancestrales, medicinales e industriales de esta planta, la industria alternativa de la marihuana y la amapola, así como que la adición y el consumo de drogas sea considerado un problema de salud pública[5]. La pregunta ahora en relación a la nueva situación de las mujeres cocaleras tras lograr ser visibilizadas a raíz de todo el trabajo de paz, es si conseguirán un respeto total como mujeres campesinas ya que si al final todo lo acordado no se cumple, como auguran muchas expertas y como demuestran las acciones de erradicación forzosa de manera agresiva que se están dando en algunos puntos de Colombia con asesinatos de por medio[6], las violencias contra ellas pueden incrementarse, tanto físicas, sexuales, económicas, sociales... Aunque para prevenir esta posible situación, Carmenza lo tiene fácil: “debe haber garantías en los procesos de sustitución de la coca. Si el gobierno no cumple, difícilmente la gente va a poder cambiar”, se lamenta con una mueca que simula cierta incertidumbre hacia el futuro.Sinónimo de futuro
A pesar de las esperanzas que el Acuerdo de Paz ha traído no solo a las mujeres campesinas sino a la sociedad en general, el pesimismo cada día se apodera de los distintos escenarios colombianos. Son muchas las voces que narran que con esta firma lo logrado ha sido la apertura al modelo neoliberal más descabellado que ya acampa a sus anchas por algunos de los territorios más recónditos de Colombia. Es por ello que la lucha por la tierra en Colombia, eso que originó el conflicto social y armado hacia los años cincuenta, parece no tener fin. Para Girlandrey todo pasa por establecer políticas con las que se avance hacia mayores estándares en igualdad de género, lo que significa más movilización social, más escenarios de reconciliación y más cultura de paz. Y es que “es fundamental que la gente entienda que una sociedad que cuida a sus mujeres y que otorga relevancia a lo femenino en el mundo es una sociedad que va a transformarse”, explica convenida de sus argumentos. Y junto a las palabras de la compañera recuerdo el tomate y su mitad blanda que acabó en el cubo de basura tras un gesto cotidiano y desinteresado sin pensar mucho en los vínculos que relacionan ese acto con Manuela. Y pienso en las tantas Manuelas de Colombia y en que sigue siendo fundamental que reconozcamos social y políticamente al campesinado, y no sólo porque día a día proponen alternativas al modelo de desarrollo actual desde sus parcelas y territorios, sino porque -no lo olvidemos- las personas que residen y construyen vida en el campo juegan un papel esencial para la estabilidad en las ciudades y son un sinónimo de futuro y de dignidad.Silvia Arjona
Notas de pie:
[1] Relleno sanitario Doña Juana: Wikipedia [2] Jorge Furtado: La Ilha de las Flores, 1989 [3] Vía Campesina: Declaración de los Derechos de las Campesinas y Campesinos, marzo de 2009 [4] Alto Comisionado para la Paz: Acuerdo Final Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, 24 de noviembre de 2016 [5]Prensa Rural: Lanzamiento de la Coordinadora de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana Coccam, 28 de enero de 2017 [6]Tele Sur: Defensoría de Colombia señala a la Policía por masacre en Tumaco, 8 de octubre de 2017*Foto de portada: Caldwell Manners/Ecap