Don Gerardo habla despacio. Tiene una voz que relaja el ambiente y su bondad contagia desde el principio. Lleva un sombrero campesino y duerme en hamaca. Es hombre de sancocho, de tinto de puchero y de siesta. Se maneja fenomenal entre los más jóvenes con quienes trabaja, parece el maestro que ilumina a su alumnado, y no es para menos porque la trayectoria que presenta y su pasado podrían formar parte de los libros de historia.
Fue uno de los creadores de la Corporación Acción Humanitaria por la Convivencia y la Paz del Nordeste Antioqueño (Cahucopana)[1], allá por 2004, junto con Don Macías y Don Pedro, a quienes ya por su nombre personal se les otorga un trato de respeto. Fueron ellos, junto con otros campesinos del nordeste quienes decidieron organizarse para reivindicar mejores condiciones de vida digna en sus entornos rurales. También pretendían que en su región se visibilizaran los problemas de derechos humanos que acarreaban, muy marcados por la violencia armada y política del momento, cuando la gente temía hablar, denunciar, criticar…, y se veía sometida al miedo y al silencio. Hoy, justo cuando Cahucopana celebra sus adolescencia con trece años recién cumplidos, rememoran esos días con admiración y orgullo, cual conquistadores de un tiempo pasado, por la resistencia que defendieron. Pero para Don Gerardo, en realidad, no hubo tal conquista y todavía no se puede celebrar el todo de aquellas luchas. “Se ha firmado el Acuerdo de Paz, eso está muy bien, ¿pero qué pasa con la violencia social?”, se pregunta en una noche de luna llena mientras la tenue luz de las cuatro farolas de la vereda Plaza Nueva (Antioquia) nos escenifican que en las zonas rurales de Colombia aún existen muchas necesidades.
Acá la distancia se mide en el tiempo que tardas en llegar a tu destino. Y desde Remedios, su cabecera municipal, hasta esta pequeña vereda de unas quince casas lo normal es tardar unas tres horas en moto. Esto si no te quedas sin aceite o te caes o la moto se estropea, para lo que es fundamental saber de mecánica y llevar todo un equipamiento móvil que te ayude a salir del paso lo antes posible. ¿Pero qué pasaría, por ejemplo, si con las lluvias, cuando los derrumbes son habituales y la trocha principal queda taponada, has de plantear un severo rodeo cruzando medio municipio y tardar hasta doce horas en chiva (transporte rural)? Pues ahí te armas de paciencia e intentas disfrutar del paisaje hasta que los obstáculos del camino se vuelven cada vez más desafiantes, el polvo se hace insoportable y el vaivén de la chiva molesto: ¡lo único que deseas es llegar!
“La gente que está en el gobierno debería hacer este mismo recorrido para darse cuenta de las necesidades que se vive en la Colombia profunda”, plantea Don Gerardo mientras Alexa, Giordano, Carlos, Moncho, Víctor, Jonathan, Cristi y Ernesto, que forman el equipo de terreno de Cahucopana, Tommaso y yo (PBI) le rodeamos en un círculo de sillas donde intentamos tomar el fresco en lo que parece una noche de verano. Y sí, tiene razón, deberían viajar hasta las zonas rurales donde las vías de comunicación son eternas y difíciles y comprobar cómo el cuerpo llega totalmente dolorido a su destino final. Y ver que la dieta no es tan variada como debería porque, simplemente, no hay tantos alimentos en la zona. Y hablar de las dificultades que presentan los dos únicos profesores que enseñan a treinta y tres menores de distintas edades y de distintas veredas. Y aquejarse de un dolor de muelas o de una picadura de culebra para saber que no hay centro de salud cercano y que, en cambio, tienes que hacer ese mismo viaje de vuelta, hasta Remedios, para que te atiendan y para poder adquirir cualquier medicamento.
[caption id="attachment_9982" align="alignnone" width="1200"] Silvia y Tommaso esperando a que traigan aceite para una de las motos que se ha quedado varada en mitad del trayecto, algo que ocurre de forma habitual por estas trochas.[/caption]
Para Don Gerardo, estas “simples” faltas de la vida común es lo que marcan la violencia social en Colombia. Y claro que le preocupan los paramilitares que siguen amenazando al campesinado[2] en el nordeste antioqueño para que paguen esto o lo otro y que se mantengan callados porque si no... Y los jóvenes que son coptados por grupos al margen de la ley. Y las dinámicas que se emplean para continuar rompiendo el tejido social en lo rural… Pero mientras haya gente con dificultades para alimentarse, lavarse, ir a la escuela y al médico, la paz en Colombia estará muy lejos de ser garantizada.
Entonces, “¿de qué paz estamos hablando cuando hablamos de la paz en Colombia?”, me pregunto una y otra vez desde hace mucho tiempo partiendo de que el fin de las armas no es el fin del conflicto en este país. Pero la respuesta no es solo una si partimos de las muchas demandas sociales que se exigen en un país golpeado por las desigualdades y la más cruel de las violencias; especialmente si quien responde lo hace desde los extremos: urbe o zona rural, barrio de estrato uno o barrio de estrato seis, campesina o empresario, indígena o criollo, víctima o victimario...
Y a pesar de todos los intentos para que poco a poco y muy despacio se otean luces que colorean el futuro y puedan dar respuesta a todas las exigencias de la sociedad, de repente ocurre de nuevo algo que altera el aparente ambiente de calma en Colombia y desinfla todos los esfuerzos realizados. Ambientes que casi siempre están relacionados con determinados intereses capitalistas desde donde se genera toda la zozobra: extracción de minerales, monocultivos, latifundios de ganado, multinacionales, construcción de grandes infraestructuras, e incluso los famosos corredores por donde se mueve el narcotráfico[3]. De casi todos estos escenarios las consecuencias no son nada positivas para las comunidades que las sufren, a pesar de que cada uno de esos proyectos empresariales se dibuja como la oportunidad de éxito, de futuro y de paz allá donde se instala.
Es por ello que, desde Cahucopana, sin perder la esencia de sus orígenes, sigue trabajando en la deconstrucción de estos ambientes, pensados desde el capital sin tener en cuenta a las personas locales de cada lugar, y transformarlos en luchas por la defensa del territorio y la permanencia incondicional de sus raíces y la ancestralidad. Y eso es lo que el equipo técnico, en compañía de algunos de sus miembros que forman parte de la memoria histórica de esta organización, quisieron reforzar en su aniversario en Plaza Nueva, esta vereda que ha sido golpeada por la violencia y el olvido durante década. Hasta allá nos desplazamos, aun con las dificultades del viaje, para trabajar en su reparación colectiva, para indagar en su trayectoria y para observar, durante cinco días, su futuro como organización. Un futuro que en Colombia se presenta incierto pero que desde Cahucopana seguirán apostándole al apoyo de las organizaciones de base y de los procesos comunitarios del Nordeste Antioqueño para contribuir al fin de la violencia armada, política y también social.
Silvia Arjona M.