Damaris vive en un rancho improvisado. Troncos de árboles sostienen el techo de zinc, donde cuelgan zapatos, machetes, cachuchas y hasta una jaula con un conejo para aprovechar el pequeño espacio. Sobre el piso de tierra corren gallinas y algunos perros duermen bajo las sillas rojas plásticas. En las noches de tormenta como hoy, una hoja de zinc medio suelta pega contra otra y el ruido se vuelve insoportable. Damaris no aguanta más estar en la cama, se levanta y prende el pequeño televisor para distraerse. Espera con ansiedad la primera luz de la mañana. Aún faltan muchas horas. Siempre dan miedo las tormentas pues se podría caer el techo. A pesar del ruido sus tres hijos duermen tranquilamente en la única cama que posee la familia. El sonido de los truenos le hacen recordar ese oscuro pasado cuando cayeron bombas del cielo y ella, embarazada, corría con sus pequeños hacía el bosque en busca de refugio. Sucedió hace más de veinte años, pero aún puede sentir el olor a monte quemado.
[caption id="attachment_9972" align="alignnone" width="1200"] La violencia produjo 56 masacres en los Montes de María, casi cuatro mil asesinatos políticos y 200.000 personas desplazadas.[/caption]
Damaris vive en la finca La Europa ubicada en los Montes de María. Durante los años noventa se convirtió en una región de valor estratégico para la guerrilla y los paramilitares. Buscaban el control sobre el golfo de Morrosquillo porque su puerto había adquirido un interés importante en el circuito exportador de la economía colombiana y por el tráfico de cocaína hacia los EEUU; además el oleoducto Caño Limón-Coveñas termina en esta zona[1]. Para la mala fortuna de Damaris, la región se había transformado en “una de las más terroríficas del país”[2]. La violencia produjo 56 masacres en los Montes de María, casi cuatro mil asesinatos políticos y 200.000 personas desplazadas[3].
En ese entonces la mamá de Damaris, Gladys, vivía en una loma alejada de la finca. La guerrilla pasaba a menudo y ordenaba: “¡Prepáranos comida!”. “No había forma de evitarlos, tocó hacerles caso”, recuerda Gladys. Aún le dan escalofríos cuando piensa en este capítulo de su pasado. “Salían unos y entraban otros”. Cuando los que vivían arriba en el monte bajaban para el pueblo la guerrilla les advertía “ya saben lo que les toca si dicen algo a los soldados”. El ejército comenzó a tratarlos como si fueran guerrilleros. Un día, el marido de Gladys y sus hijos estaban sembrando maíz cuando llegaron cuarenta soldados y los obligaron a tirarse al suelo, los patearon y los pisotearon. “Hoy día queda uno como loco y nervioso”, confiesa Gladys con una sonrisa tímida.
[caption id="attachment_9973" align="alignnone" width="1200"] Damaris sueña con una vida menos dura para su hija; con que su pequeña tendrá un título para mostrar que la tierra es suya.[/caption]
La guerra se agudizó y en 2001 casi todas las familias habían abandonado la finca. También Gladys se alejó de allí y al llegar al pueblo más cercano, Ovejas, durmió con sus hijos sobre el piso de cemento hasta que alguien les regaló unas hamacas. Cuando la guerra cedió, Gladys, Damaris y sus vecinos regresaron a la finca. Llegaron sin nada, sus casas ya no estaban allí, los ranchos habían sido quemados durante los años de guerra, tampoco quedaban los animales de cría. Tocó comenzar de nuevo.
En aquel entonces apareció el dueño de Arepas Don Juancho, lo llamaron el “cachaco de Medellín”, quien ofreció dinero para comprar las parcelas de La Europa. Y aunque era poco dinero - 800.000 pesos colombianos por hectárea (230 Euros) -muchas familias desesperadas y preocupadas por su situación económica vendieron sus parcelas[4]. Luego, los trabajadores de Arepas Don Juancho llegaron con buldócer, alambres, tractores con herramientas y cemento para construir[5]. Alarmados por la situación, los campesinos se pararon con sus machetes para evitar la entrada de los materiales[6].
[caption id="attachment_9974" align="alignnone" width="1200"] El conflicto por la tierra en la Finca La Europa. Ilustración: María Fernanda Lessmes[/caption]
Falta de garantías judiciales
Así comenzó una pelea jurídica por la finca La Europa. Los campesinos sostienen que la finca es de ellos, pues el gobierno había adjudicado las 1.324 hectáreas a 114 familias campesinas en 1969. Además, aseguran que son víctimas de desplazamiento forzado y los que vendieron lo hacían bajo presión y a un precio injusto. Erika Gómez del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (Cpdh), quien acompaña el litigio de restitución de tierras de este predio, asegura que la venta era ilegal. “La Fiscalía General de la Nación nunca ha empezado investigaciones contra los funcionarios del Incoder, que al parecer estuvieron relacionados en la negociación entre los dueños de la empresa de Arepas Don Juancho”. En 2013 la comunidad presentó su caso frente a un Tribunal Especializado en Restitución de Tierras, dos años más tarde, fue trasladado al Tribunal Superior de Tierras en Cartagena y en 2017 la magistrada declaró la nulidad del proceso[7]. “Ahora tenemos que empezar de nuevo y esto implica que la comunidad queda desamparada”, manifiesta la abogada con preocupación. Sea como sea, los habitantes tendrán que esperar a que culmine el juicio y mientras tanto, sus vidas quedan en un limbo. No pueden pensar en el desarrollo a largo plazo. “¿Para qué queremos escuelas si la tierra no ha sido entregada a los campesinos?” pregunta Gilberto de 48 años, un líder carismático con un discurso político consolidado, esposo de Damaris. Es una situación desalentadora para los líderes que han puesto el pecho desde hace tantos años, líderes de tierra que ya han pagado un precio muy alto: años de exilio, amenazas y atentados contra su vida. En 2014 hubo un atentado contra Andrés Narváez[8], en 2016 contra Argemiro Lara[9] y el peligro es tal, que la Defensoría del Pueblo alertó sobre el riesgo al que está expuesta la población campesina de La Europa, debido a la presencia de hombres armados, y pidieron protección especial a la Policía y la Fiscalía[10].Ser campesino ya no es sostenible
La Europa podría ser un paraíso, dice Gilberto. Inspira admiración y es difícil de creer que apenas terminó la escuela primaria. Gilberto conoce cada rincón de la finca pues ha pasado casi toda su vida allí. “Aquí aún hay bosques nativos, hay monos cariblanco, martes, armadillos y ñaques”, dice con orgullo. Y hasta los años ochenta cultivaron tabaco, maíz, ñame y ajonjolí para la venta. Hasta hubo una picadora de yuca hasta 1994. Cada mes sacaban una tractomula llena de harina de yuca para vender en Medellín, dice Gilberto con nostalgia. Aún está en pie la fábrica de techos altos y uno puede imaginar el esplendor de ese entonces. Hoy día una familia ocupa este espacio formidable que contiene únicamente un televisor y una hamaca. Con los Tratados de Libre Comercio implementados, la economía campesina se está quebrando. El año pasado pagaron seis mil pesos por un kilo de maíz, hoy vale 400 pesos; un bulto de ñame llegó a venderse en 140.000 pesos, hoy ronda los 10.000 pesos[11]. Ni siquiera se cubren los costes de producción y transporte. Debido a esta situación, Gilberto lleva tres años sin vender sus cultivos. Lo que sobra lo regala a los vecinos. “Hemos tratado de que los campesinos siembren para el autoconsumo, que críen cerdos y siembren yuca para su engorde, que siembren maíz para hacer arepas, que tengan gallinas para obtener huevos”. Para Gilberto el intercambio de productos agrícolas a nivel local es la única oportunidad de supervivencia en estas circunstancias. Es una vida dura; además de todo lo anterior la falta de agua es agobiante. Desde muy temprano en la mañana hasta el anochecer, hombres y niños sentados sobre burros recorren los largos caminos hasta los manantiales y pozos para traer el agua que necesitan en sus casas para lavar ropa y cocinar. Las enfermedades estomacales son comunes porque los manantiales están contaminados, aseguran los campesinos. Los trabajadores de la empresa Arepas Don Juancho llevan sus vacas allí y estas orinan en los manantiales. A pesar de todo, Damaris está emocionada porque estrena una hectárea de tierra. Señala hacia el monte donde están los trabajadores limpiando el terreno. Pronto podrán sembrar maíz, cuenta con ilusión. Está agachada sobre el fuego de leña, pronto llegarán los trabajadores para almorzar. Su pequeña hija quiere ayudar, pero la regaña porque en el fogón hay una olla de aceite caliente con plátano. “Te puedes quemar aquí”, le dice. Comienza a llover nuevamente y Damaris se sirve un café dulce y se sienta en una de sus sillas plásticas al lado de su niña, quien ahora mira un cuento de hadas que pasan en la televisión. Sueña con una vida menos dura para su hija; con que su pequeña tendrá un título para mostrar que la tierra es suya.Texto y fotos: Bianca Bauer