Me asomo a la cocina y para mi sorpresa un señor me invita a entrar. El ambiente es cálido en esta sala amplia donde las rayas de luz atraviesan las ranuras de las paredes de madera. A un lado, un grupo de mujeres, todas con faldas unicolor de tono salmón, jade y turquesa teñidas a mano, están preparando el desayuno sobre un fogón de leña. Al otro lado, el gobernador de esta comunidad indígena está hablando con algunos familiares mientras niños y niñas están jugando. Es agradable ver esta escena armónica y a la vez sólo puedo pensar en mañana. Porque mañana tenemos que dejar este resguardo de apariencia idílica situado sobre el río Calima en los bosques tupidos y lluviosos cerca del océano Pacífico en el Valle del Cauca. Y las familias indígenas que ahora sienten tranquilidad deben volver al albergue en la ciudad de Buenaventura, uno de los principales puertos comerciales de Colombia, donde llevan ya once meses desplazadas.
Esta comunidad Nonam quiere regresar a sus tierras. Y por eso estamos aquí una delegación compuesta por miembros de la comunidad indígena, jóvenes afrodescendientes, la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (CIJP) y varias organizaciones internacionales entre las que está PBI. Todo lo que cuentan del albergue que aún no he conocido contrasta con lo que hay aquí en Santa Rosa de Guayacán. Aquí hay espacios verdes, casas espaciosas de madera —aunque es notable el deterioro de éstas luego de la ausencia de sus habitantes por once meses—, un río para la pesca y mucho campo para los cultivos. Carmen me cuenta con nostalgia que hace un año estaban sentados aquí y comían papaya y papa china de su propia cosecha. Las familias que vivían aquí son una de las 33 comunidades indígenas Nonam que viven en el Bajo Calima y en el río San Juan. Los paramilitares las amenazaron y llegaron a sus ranchos encapuchados; durante tres semanas sentían tanto miedo que no podían trabajar su tierra ni pescar en el río y hubo mucha hambre. Y después de tanto miedo encontraron el valor para tomar la decisión de dejar su hogar y buscar su suerte y protección en Buenaventura. «Los indígenas somos miedosos», cuenta Edgar, que es segunda autoridad aquí. Fue difícil dejar todo de un día para el otro; aún más porque justo habían terminado la construcción del acueducto que ahora proporciona agua potable a cada una de sus casas abandonadas. La comunidad sigue sintiendo miedo pero también conoce la crueldad del desplazamiento, la cual está escrita en los estómagos desnutridos e inflados de los pequeños que ahora mismo juegan a fútbol y se ríen bajo el aguacero permanente. «Uno iba a la pesca y a la caza a toda hora», cuenta Edgar con añoranza refiriéndose a una época feliz una década atrás. Desde entonces, los actores armados al margen de la ley se apropiaron de su territorio y prohibieron a los Nonam ir de cacería y andar por la noche, sostiene.
Hay muchos intereses económicos detrás del conflicto armado en esta región, sostiene Enrique, una de las personas del equipo misionero de CIJP que acompañamos en este viaje. Me habla sobre la ampliación del puerto de Buenaventura y de recursos naturales. Y la presión y las amenazas siguen siendo una realidad, sobre todo para los líderes Nonam que están promoviendo un retorno ágil de su comunidad. Para Edgar, retornar es la única opción para garantizar una vida digna para su gente. Sabe que esta lucha por su tierra puede costarle la vida y está dispuesto a darla.
Esta visita a Santa Rosa de Guayacán es una de varias para poder retornar. En estos cuatro días aquí, la comunidad Nonam con la ayuda de quienes la acompañaron limpiaron parte del terreno y verificaron el estado de todas sus casas y los daños existentes. El listado lo entregarán al Gobierno en espera de que éste repare los daños de sus bienes tal como estipula la Ley 387 que busca proteger a las personas desplazadas forzosamente.
En la madrugada del cuarto día regresamos a Buenaventura. El bote está repleto y, por suerte, no está lloviendo. Los jóvenes afro cantaron durante las tres horas de camino por el río «De donde vengo yo, la cosa no es fácil pero igual sobrevivimos…» y otras canciones del grupo chocoano Chocquibtown que ya conocemos de memoria después de cuatro días escuchándolas en el resguardo. Y de vez en cuando sus canciones logran devolver la sonrisa a los Nonam que ahora tienen que dejar sus tierras una vez más. Pero el reto es regresar a finales de agosto de este año para las fiestas de Santa Rosa, una de las más importantes ya que su resguardo lleva el nombre de esta santa. Me cuentan sobre sus expectativas para el retorno y me pregunto si estos sueños podrán volverse realidad. No sólo quieren conseguir recursos para su retorno y para reparar sus casas y cultivar de nuevo sino también para fabricar los trajes festivos para sus bailes tradicionales —trajes hechos a mano usando únicamente chaquiras—, trajes que se perdieron en el desplazamiento.
Llegamos al albergue en Buenaventura. Parece lejana la cara alegre de Fabiola, una joven de 16 años que ayer jugaba a fútbol en la lluvia, bailaba y pintaba unas vallas que colocaba la comunidad para delimitar su territorio como resguardo humanitario diciéndoles a los actores armados que el pueblo indígena no permitirá el ingreso de ninguno de ellos. Siento tristeza al ver a Fabiola, Carmen, Clara, Edgar y mis otros compañeros indígenas de viaje en este lugar triste y hacinado. Tal como contaban, viven en el mismo espacio donde duermen, cocinan, juegan y se reúnen 68 personas día tras día. Es difícil creerlo pero es así. Nos hicieron almuerzo, arroz y papa china. Fabiola me muestra dónde están lavando la ropa. En contraste con su resguardo, aquí no hay agua potable y, cuando llueve, las mujeres van a lavar a una quebrada donde el agua es poca y contaminada. Y cuando no llueve, no hay agua y no lavan. Hay dos tazas sanitarias para las 68 personas y, dado que no hay agua, no son adecuadas para usarlas. La gente pasa semanas sin poder bañarse y, sobre todo, niños y niñas desarrollan rápidamente enfermedades en la piel.
Enfrente del albergue hay una bodega de contenedores. Y mientras las 68 personas Nonam tienen que pasar las noches sin luz, los contenedores sí están iluminados las 24 horas del día. «¡Qué contraste tan horrible!», observa María Eugenia, otra miembro de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz que asesora a la comunidad Nonam, y pregunta: «¿Cómo unas cajas de contenedores sí pueden tener las condiciones necesarias para las personas del Cabildo?».
No será fácil retornar. Significa vivir en medio del conflicto armado y empezar a cultivar de nuevo y reconstruir las casas y reponer ollas, vasos y sartenes que fueron robados en su ausencia. Pero ésta es su madre tierra y aquí está su oxigeno, el agua y la vida.
Bianca