A lo largo de más de cincuenta años de conflicto armado y muchos otros conflictos sociales, políticos y culturales, el desplazamiento interno sigue siendo una violación sistemática a los derechos humanos en el contexto colombiano. Con aproximadamente 7.7 millones de desplazados internos, Colombia es el segundo país a nivel global después de Siria (12 millones), en lo que concierne al número de víctimas de este fenómeno. Después de Colombia vienen Afganistán, 4.7 millones e Irak, 4.2 millones[1]. Debido a la violencia perpetrada durante años en las zonas rurales del país, comunidades enteras se han visto desplazadas forzosamente de sus tierras, incluso varias veces, y han ocupado nuevos territorios como refugiados en su propio país. De los más de ocho millones de víctimas del conflicto armado, un 90% ha sufrido el desplazamiento[2]. La mayoría de estas víctimas en Colombia son personas indígenas y afrocolombianas[3].
[caption id="attachment_9926" align="alignnone" width="786"] Ilustración: María Lessmes[/caption]
Este fenómeno está relacionado con la entrada de empresas nacionales y transnacionales que en múltiples casos han comprado predios y/o instalado proyectos en aquellas zonas de conflicto, que fueron objeto de desplazamiento forzado previo y donde no hubo un reconocimiento legal de los derechos de las comunidades rurales sobre estas tierras[4]. Este proceso ha sido facilitado muy a menudo por el actuar del propio Estado[5].
Asimismo, las organizaciones defensoras de derechos humanos han denunciado de manera recurrente, que múltiples de estas empresas nacionales y transnacionales han tenido estrechos vínculos con grupos paramilitares y/o guerrilleros para garantizar el control sobre los territorios; en 2007 por ejemplo, la empresa estadounidense Chiquita Brands se declaró culpable de haber financiado a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), tras aceptar que entregó, entre 1997 y 2004, un total de 1,7 millones de dólares a este grupo paramilitar[6]. Esta financiación generó una larga serie de crímenes de lesa humanidad como masacres, desapariciones forzadas y el despojo forzoso de comunidades de sus tierras en la región del Urabá, de manera que pudieran ser ocupadas por la compañía y explotadas para su beneficio[7]. Este caso no es la excepción; hay por lo menos 15.700 compulsas de copias frente a empresarios, dirigentes políticos y militares, que fueron mencionados como promotores, financiadores o beneficiados por el paramilitarismo en el marco de las versiones libres de la Ley de Justicia y Paz (975/2005); a pesar de esto, se desconocen avances significativos con respecto al esclarecimiento de los hechos en el transcurso de los últimos diez años[8].
[caption id="attachment_9927" align="alignnone" width="785"] Ilustración: María Lessmes[/caption]
En la medida que las comunidades y los individuos reclamen las tierras perdidas a través de décadas de conflicto, el panorama se vuelve cada vez más complejo[9]. Los actores armados continúan desplazando a las comunidades de sus tierras en varias partes del país, tal como lo denuncian aquellos afectados por la violencia a manos de grupos neo-paramilitares, quienes continúan presionándolos para que dejen sus propiedades[10]. El número de desplazamientos registrados en 2017 supera el número de 2016, a pesar de la firma del Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las Farc-EP[11]. El proceso de retorno de las comunidades a sus territorios es por lo tanto muy complicado y conlleva altos niveles de riesgo, dada la falta de garantías de seguridad y la reconfiguración de actores armados en estas zonas[12].
Estos hechos se ubican en una coyuntura política donde el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018 del presidente Juan Manuel Santos, tiene el extractivismo como paradigma y locomotora del desarrollo, con una potente oferta a los grandes intereses corporativos nacionales y transnacionales para la realización de negocios[13] en un territorio nacional que se caracteriza por ser el segundo más biodiverso del planeta[14]. No obstante, el Estado colombiano carece de mecanismos reales de control y contención para garantizar la preservación de los ecosistemas en Colombia. La legislación colombiana en materia de protección ambiental históricamente no ha gozado de autonomía[15] y se ha ido ajustando para facilitar la presencia de proyectos extractivos financiados por capital extranjero[16]. La Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (Anla) es, junto con las Corporaciones Regionales, la entidad encargada de hacer cumplir las evaluaciones ambientales, estableciendo normas y regulaciones nacionales para la protección y conservación del medio ambiente. Un estudio de 2014 realizado por la Universidad de Los Andes, mostró que solamente el 7% de las licencias ambientales otorgadas a las empresas por esta entidad, habían cumplido con las normas mencionadas[17]. [caption id="attachment_9928" align="alignnone" width="1200"] Mujeres indígenas de la etnia Wounaan Nonam resisten en sus tierras en el Valle del Cauca a pesar de la zozobra y la violencia. Foto: Bianca Bauer[/caption] En este sentido, de acuerdo con el Atlas de Justicia Ambiental, en 2016 se registraron 125 conflictos ambientales en Colombia, la mayoría de los cuales surgen de la extracción o perforación de petróleo y gas, presentándose el 80% de estos conflictos en zonas rurales[18]. Los conflictos evidencian que los proyectos de extracción de recursos en territorios rurales, conllevan el riesgo de violación de los derechos constitucionales de las comunidades que viven en sus inmediaciones[19]. Junto con la expansión de la economía minero-energética, el Gobierno ha llevado a cabo la creciente militarización de los territorios priorizados para los proyectos mineros a gran escala. Los batallones designados específicamente para proteger las inversiones económicas (Batallones Energéticos, Mineros y Viales) ahora representan el 30% de las fuerzas armadas del país[20]. Dado que los problemas de distribución y uso de la tierra han sido fundamentales en las décadas, si no siglos, del conflicto colombiano, la creciente presión en la configuración del pos-acuerdo seguramente causará mayores malestares en los territorios, sobre todo con el aumento de la presencia militar que se está evidenciando en muchas partes del país[21]. Por estas razones, los procesos de retorno deben ser acompañados por las autoridades nacionales con un claro plan de protección y bajo observación internacional, con el fin de garantizar la seguridad de las comunidades retornadas y la sostenibilidad del proceso.
Para las comunidades rurales la tierra no es simplemente una entidad material que produce para la población humana, sino que tiene un significado espiritual que genera una profunda conexión entre las comunidades y su territorio, formando parte de su identidad histórica, espiritual y cultural.
Estos hechos se ubican en una coyuntura política donde el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018 del presidente Juan Manuel Santos, tiene el extractivismo como paradigma y locomotora del desarrollo, con una potente oferta a los grandes intereses corporativos nacionales y transnacionales para la realización de negocios[13] en un territorio nacional que se caracteriza por ser el segundo más biodiverso del planeta[14]. No obstante, el Estado colombiano carece de mecanismos reales de control y contención para garantizar la preservación de los ecosistemas en Colombia. La legislación colombiana en materia de protección ambiental históricamente no ha gozado de autonomía[15] y se ha ido ajustando para facilitar la presencia de proyectos extractivos financiados por capital extranjero[16]. La Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (Anla) es, junto con las Corporaciones Regionales, la entidad encargada de hacer cumplir las evaluaciones ambientales, estableciendo normas y regulaciones nacionales para la protección y conservación del medio ambiente. Un estudio de 2014 realizado por la Universidad de Los Andes, mostró que solamente el 7% de las licencias ambientales otorgadas a las empresas por esta entidad, habían cumplido con las normas mencionadas[17]. [caption id="attachment_9928" align="alignnone" width="1200"] Mujeres indígenas de la etnia Wounaan Nonam resisten en sus tierras en el Valle del Cauca a pesar de la zozobra y la violencia. Foto: Bianca Bauer[/caption] En este sentido, de acuerdo con el Atlas de Justicia Ambiental, en 2016 se registraron 125 conflictos ambientales en Colombia, la mayoría de los cuales surgen de la extracción o perforación de petróleo y gas, presentándose el 80% de estos conflictos en zonas rurales[18]. Los conflictos evidencian que los proyectos de extracción de recursos en territorios rurales, conllevan el riesgo de violación de los derechos constitucionales de las comunidades que viven en sus inmediaciones[19]. Junto con la expansión de la economía minero-energética, el Gobierno ha llevado a cabo la creciente militarización de los territorios priorizados para los proyectos mineros a gran escala. Los batallones designados específicamente para proteger las inversiones económicas (Batallones Energéticos, Mineros y Viales) ahora representan el 30% de las fuerzas armadas del país[20]. Dado que los problemas de distribución y uso de la tierra han sido fundamentales en las décadas, si no siglos, del conflicto colombiano, la creciente presión en la configuración del pos-acuerdo seguramente causará mayores malestares en los territorios, sobre todo con el aumento de la presencia militar que se está evidenciando en muchas partes del país[21]. Por estas razones, los procesos de retorno deben ser acompañados por las autoridades nacionales con un claro plan de protección y bajo observación internacional, con el fin de garantizar la seguridad de las comunidades retornadas y la sostenibilidad del proceso.
Hannah Matthews