Son mujeres bellas y de carácter fuerte, con grandes sonrisas que se dibujan constantemente en sus caras, con el pelo rizado, recogido muchas veces en gruesas trenzas, con vestidos de colores fuertes que contrastan con su piel de color negro intenso. Viven bajo un cielo estrellado que no quisieran cambiar por nada en este mundo.
Han tenido que trabajar muy duro, durante décadas, para lograr ganarle terreno a la espesa selva chocoana y poder sembrar sus cultivos de pancoger y alzar sus casas de madera sobre palafitos para protegerse de las lluvias torrenciales que caen en la región más lluviosa del mundo. Educaron a sus hijas e hijos y trataron de vivir felices, asumiendo los problemas cotidianos como los de cualquier otra mujer, en cualquier otro lugar del mundo. Pero, las señoras de Cacarica recuerdan como si fuera hoy el día que llegó la violencia. Los paramilitares arribaron, les insultaron, golpearon a los hombres y mataron con machete a su vecino Marino López. Las mujeres de Cacarica, juntos a sus esposos, tuvieron que huir de sus tierras, con sus hijos de las manos y unas pocas pertenencias y atravesar la selva, unas en dirección a Panamá y otras en bote hacia Turbo, la ciudad más grande de su región. Lloraron porque sus hijos se enfermaron en esta travesía y lloraron aún más cuando algunos murieron por culpa de la crisis humanitaria y las enfermedades producidas por el hacinamiento en el que tuvieron que vivir durante el desplazamiento. Ingeniosas, encontraron una manera para dar a comer a sus hijos sin tener a mano suficientes alimentos; encontraron una manera a mantenerles lo más aseados posible sin tener acceso al agua; y, sobre todo, encontraron una manera de no perder su dignidad, de mantenerse cuerdas, fuertes. Temían por sus esposos cuando salieron del campamiento de desplazados para exigir ante las instituciones gubernamentales sus derechos, sabían que los que les habían desplazado estaban a las puertas del Coliseo, vigilándoles y hostigándoles. Insistieron ir con ellos para exigir sus derechos, los derechos de todos y todas las desplazadas. No dejaron que el estigma y el señalamiento que sus hijos sufrían en la escuela, marcara la educación de éstos y, muchas de ellas, asumieron el rol de formarse para ser maestras. Al retornar a su tierra, las mujeres de Cacarica volvieron a disfrutar de la añorada naturaleza; de los baños y largas charlas en su río, el Peranchito, mientras lavaban la ropa llena de barro de sus hijos que volvían a correr felizmente por el campo; de sembrar el arroz, la yuca o el maíz en una tierra que nuevamente les tocó trabajar para limpiar la selva que se había apoderado de todo, incluso las casas, tras el desplazamiento. Las señoras de Cacarica contribuyeron en la colocación de una malla para delimitar el terreno que a partir de entonces debería salvarles de los actores armados que continuaron rodeando su territorio. Pintaron con grandes letras las palabras: “Zona Humanitaria”, sobre tableros que colocaron en las entradas de su caserío. Y, formaron comunidad de campesinas y campesinos, saliendo de sus fincas lejos de esta delimitación para cultivar, asegurar la comida del día. Y resistieron, resistieron décadas de un conflicto armado cuyos actores pasaban muy cerca de la Zona Humanitaria, a veces, entrando en ella y hostigando de nuevo. Pero en ese tiempo, también ellas se fueron formando, empoderando y aprendiendo de tanto sufrimiento que les tocó vivir años atrás. Las que eran niñas, ya son mujeres, y las mujeres son lo suficientemente adultas para saber que a pesar de las amenazas que ha vuelto a sufrir, no tienen miedo. Ellas se pueden parar ante quién viole las medidas de Zona Humanitaria y reivindicar que es un espacio libre de actores armados. Las señoras de Cacarica no quieren volver a ser desplazadas, ni que sus hijos e hijas vivan lo que les tocó a ellas, por ello también les enseñan a hacer frente al miedo a los armados. Las señoras de Cacarica van a resistir, como lo han hecho durante los últimos veinte años de guerra que han vivido en su selva. Y las hijas crecerán y heredarán el carácter fuerte de sus madres para seguir luchando por su territorio.
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Han tenido que trabajar muy duro, durante décadas, para lograr ganarle terreno a la espesa selva chocoana y poder sembrar sus cultivos de pancoger y alzar sus casas de madera sobre palafitos para protegerse de las lluvias torrenciales que caen en la región más lluviosa del mundo. Educaron a sus hijas e hijos y trataron de vivir felices, asumiendo los problemas cotidianos como los de cualquier otra mujer, en cualquier otro lugar del mundo. Pero, las señoras de Cacarica recuerdan como si fuera hoy el día que llegó la violencia. Los paramilitares arribaron, les insultaron, golpearon a los hombres y mataron con machete a su vecino Marino López. Las mujeres de Cacarica, juntos a sus esposos, tuvieron que huir de sus tierras, con sus hijos de las manos y unas pocas pertenencias y atravesar la selva, unas en dirección a Panamá y otras en bote hacia Turbo, la ciudad más grande de su región. Lloraron porque sus hijos se enfermaron en esta travesía y lloraron aún más cuando algunos murieron por culpa de la crisis humanitaria y las enfermedades producidas por el hacinamiento en el que tuvieron que vivir durante el desplazamiento. Ingeniosas, encontraron una manera para dar a comer a sus hijos sin tener a mano suficientes alimentos; encontraron una manera a mantenerles lo más aseados posible sin tener acceso al agua; y, sobre todo, encontraron una manera de no perder su dignidad, de mantenerse cuerdas, fuertes. Temían por sus esposos cuando salieron del campamiento de desplazados para exigir ante las instituciones gubernamentales sus derechos, sabían que los que les habían desplazado estaban a las puertas del Coliseo, vigilándoles y hostigándoles. Insistieron ir con ellos para exigir sus derechos, los derechos de todos y todas las desplazadas. No dejaron que el estigma y el señalamiento que sus hijos sufrían en la escuela, marcara la educación de éstos y, muchas de ellas, asumieron el rol de formarse para ser maestras. Al retornar a su tierra, las mujeres de Cacarica volvieron a disfrutar de la añorada naturaleza; de los baños y largas charlas en su río, el Peranchito, mientras lavaban la ropa llena de barro de sus hijos que volvían a correr felizmente por el campo; de sembrar el arroz, la yuca o el maíz en una tierra que nuevamente les tocó trabajar para limpiar la selva que se había apoderado de todo, incluso las casas, tras el desplazamiento. Las señoras de Cacarica contribuyeron en la colocación de una malla para delimitar el terreno que a partir de entonces debería salvarles de los actores armados que continuaron rodeando su territorio. Pintaron con grandes letras las palabras: “Zona Humanitaria”, sobre tableros que colocaron en las entradas de su caserío. Y, formaron comunidad de campesinas y campesinos, saliendo de sus fincas lejos de esta delimitación para cultivar, asegurar la comida del día. Y resistieron, resistieron décadas de un conflicto armado cuyos actores pasaban muy cerca de la Zona Humanitaria, a veces, entrando en ella y hostigando de nuevo. Pero en ese tiempo, también ellas se fueron formando, empoderando y aprendiendo de tanto sufrimiento que les tocó vivir años atrás. Las que eran niñas, ya son mujeres, y las mujeres son lo suficientemente adultas para saber que a pesar de las amenazas que ha vuelto a sufrir, no tienen miedo. Ellas se pueden parar ante quién viole las medidas de Zona Humanitaria y reivindicar que es un espacio libre de actores armados. Las señoras de Cacarica no quieren volver a ser desplazadas, ni que sus hijos e hijas vivan lo que les tocó a ellas, por ello también les enseñan a hacer frente al miedo a los armados. Las señoras de Cacarica van a resistir, como lo han hecho durante los últimos veinte años de guerra que han vivido en su selva. Y las hijas crecerán y heredarán el carácter fuerte de sus madres para seguir luchando por su territorio.
Noelia Vizcarra y Bianca Bauer