Una nube de plumas explota encima del carro que seguimos. ¿Tan raros son los vehículos en la región como para que las aves no hayan aprendido a esquivarlos? Despunta el día y los tres 4x4 blindados de nuestra caravana se lanzan a través de las sabanas del sur del Meta. Este departamento del este de Colombia, ceñido entre Cordillera de los Andes y el Amazonas, forma parte de la región de los “Llanos orientales”, esencialmente constituida de sabanas. Inmediatamente al sur, se encuentra el departamento de Guaviare, cubierto por la selva amazónica. Doscientos kilómetros de lodo y baches nos separan del remoto pueblo de Mapiripán, donde comunidades indígenas Jiws y Sikuanis llevan una prolongada lucha para la recuperación de tierras ancestrales suyas para poder vivir en ellas de la caza y pesca, según su tradición.
Ancestralmente pueblos nómadas, solían recorrer todo el Meta y parte del Guaviare en migraciones periódicas. Pero a mediados del siglo XX, una colonización blanca progresiva les desplazó hacia el sur. Con la guerra civil de “La Violencia” entre Conservadores y Liberales en los años cuarenta y cincuenta, y luego con el conflicto de medio siglo entre gobierno y guerrillas marxistas, tuvieron que hacinarse en las zonas más surorientales, selváticas y aisladas del Meta y del nororiente del Guaviare. Hoy en día, muchas de sus tierras ancestrales en el municipio de Mapiripán están ocupadas por las plantaciones industriales de palma africana de la empresa multinacional Poligrow, desde hace poco bajo varias investigaciones por acaparamiento ilegal de tierras y daños ambientales[1].
De cada lado de la trocha se despliegan centenares de kilómetros casi despoblados: sucesiones de campos inmensos con algunas vacas y de pequeños bosques tropicales alojados entre colinas bajas que, por la ventana del carro, parecen ondular como olas de un océano verde.
A lo lejos hacia el norte, nubes pesadas se encienden brutalmente a cada rato, como si el dios de los Llanos, con sílex gigantescos, los quisiera prender fuego de una vez por todas. Al lado de la trocha, algunos camiones de Poligrow varados, vaciados de su carga, esperan un remolque o quizás que el océano verde los trague. Aves rapaces desinhibidas nos sobrevuelan, otras nos miran fijamente desde postes en los arcenes.
Estamos aquí acompañando a varios miembros de la organización de derechos humanos, la Comisión Interiglesial de Justicia y Paz (Cijp), que viajan con sus guardaespaldas. Los últimos, habitualmente andan con armas, pero les pedimos que las dejasen en Bogotá, ya que nuestro modelo de protección no-violento es incompatible con hacer caravana con actores armados de cualquier tipo.
El propósito del viaje es acompañar una marcha indígena a la laguna sagrada de “Las Toninas”, o “Los delfines rosados” en jerga local, en referencia a los mamíferos de agua dulce que alberga. Las nativas[2] no han podido volver allí en décadas porque se lo impedían grupos paramilitares. La marcha será una afirmación del derecho de las comunidades indígenas sobre estos lugares ancestralmente suyos, a pesar de las trabas legales que se les pone y de los intereses económicos al acecho. Poligrow, por ejemplo, proyecta construir en la orilla de la laguna una planta industrial de extracción de aceite de palma. En la opinión de buena parte del campesinado y de los pescadores de la zona, de las comunidades indígenas Jiw y Sikuani, y de ONGs como la Cijp[3], Indepaz y Somo[4], esto acabaría con la biodiversidad de la laguna y los estragos ambientales repercutirían hasta el vecino río Guaviare, del que dependen numerosas comunidades para agua y alimento.
A pesar de los baches, acabo por adormecerme, y solo reabro los ojos al sentir el carro que para. Delante de nosotras, un grupo de niñas pequeñas, de rasgos indígenas y varias de ellas con la panza hinchada por malnutrición, se acerca cautelosamente. Hemos llegado al asentamiento temporal de los indígenas Jiws, desplazados y arrojados a la miseria.
Bajamos de los carros y entramos a pie en un rectángulo de casetas improvisadas de unos cien metros de largo con paredes de tablas desajustadas y techos abigarrados de hojas de palma, lonas y hojalata. En el centro, la sala comunitaria es un simple techo de palma sostenido por pilares de madera y sin paredes. En una cancha de tierra, niñas, entre gritos y risas, libran un partido de fútbol exaltado que no parece cuadrar con a situación alimentaria apremiante de la comunidad[5]. Me sorprende también la corpulencia bastante buena de las adultas.
A pesar de las diferencias abismales entre sus vidas y las nuestras, nos resulta relativamente fácil y natural conversar con los adultos de la comunidad que se acercan. Están empobrecidos y preocupados por su futuro, pero no siento una distancia irremediable entre ellas y nosotras. Confortándose en su gran número, las niñas son sorprendentemente locuaces. Pero lo que más me impacta de ellas es su despreocupación por el sol, la lluvia, la tierra y el lodo. Los cuerpitos bronceados corren por todos lados a las dos de la tarde, en pleno sol tropical.
Al cabo de un rato, un aguacero estalla y, junto a las adultas indígenas, nos guarecemos bajo la nave de palma de la sala comunitaria. El agua cae a chorros sobre las niñas, quienes, más animadas aun, siguen jugando gritando de alegría. Las más jóvenes se arrastran por los riachuelos de agua lodosa que se forman en el suelo. No se protegen de la naturaleza, como si se fiasen de ella para compensar sus propios excesos: el quemante sol ya no es más que una sensación profunda y placentera cuando uno no duda de que, pronto, le seguirá un fresco aguacero, del que uno tampoco se protege, porque también pasará. La naturaleza hace malabares con los elementos violentos, sin cometer el error de dejar que uno se instale y se vuelva nocivo. El aguacero acaba. Algunas niñas tienen frío, pero no se cambian ni se secan.
El agua del caño[6] que beben las Jiws enferma a las niñas. No pueden cultivar para alimentarse porque la tierra en la que viven no les pertenece legalmente, así que tienen que contar con algunos “salarios mínimos”, según ellas, ganados a Poligrow. Y a las que no tienen tal empleo, les toca ir a pescar al río Guaviare para poder comer algo. Pero ni siquiera esta dieta reducida de pescado está asegurada, porque pescadores blancos con redes pasan a veces y capturan todo lo que vive de superficie a fondo, dejando pudrir en la orilla muchas especies no comercializadas, pero que las Jiws comen.
[caption id="attachment_7679" align="alignnone" width="1200"] William Aljure[/caption]
A la noche, salimos del asentamiento hacia la plaza central del cercano casco urbano de Mapiripán. Allí pernoctaremos en el patio de la casa de William Aljure, campesino desplazado, también acompañado por la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz. Instalamos nuestras carpas, una al lado de la otra, en una losa de hormigón cubierta. Al cabo de una hora, se presenta una patrulla de policía con fusiles de guerra en mano. El jefe de ellos, de unos veinte años, busca tener aplomo, pero está claramente impresionado cuando le habla nuestro acompañado Abilio, de la Comisión Intereclesial, que le lleva veinticinco años. Gracias a la incidencia ejercida por PBI antes del viaje, recibieron la orden de pasarnos revista[7] para protegernos.
Los pobladores de este pueblo remoto no me parecen tan diferentes de las Jiws. Llevan la misma ropa: camisetas coloridas con eslóganes en inglés y pantalones cortos deportivos. Los niños acá también se revientan jugando al fútbol, las altas palmeras de la plaza son las mismas que las del asentamiento. Pero parecen mejor alimentadas, juegan sobre una bella cancha cubierta, las casas tienen paredes de hormigón y su ropa es más limpia y menos agujereada. En fin, su vida parece más fácil y las personas y sus cuerpos, mejor mantenidos y desarrollados. Parecen estar menos entre la espada y la pared.
Los guardaespaldas de los acompañados de la Cijp nos dicen apoyarse mucho en la presencia de PBI para la seguridad, y se nota en sus caras cuando nos preguntan: “¿Trajeron sus banderas para señalar su presencia en la casa? ¿Las van a colgar en las puertas de entrada, acá y acá?”. Los paramilitares infestan toda la región[8], pero por lo menos parece claro que, estando nosotras, no se acercarán. Todo está ahora listo para la marcha de mañana a la laguna sagrada de las Toninas.
Christophe