Es casi media noche y en lo alto las estrellas intentan hacerse hueco en un cielo cada vez más nublado. Nadie pasa ya por la calle y los únicos ruidos que hay son los de la misma naturaleza. Unas cuantas vacas, acompañadas por un buey demasiado grande que camina señorial por Cañaveral, un caserío en el municipio antioqueño de Remedios, se asoman subiendo por la calle que baja a la escuela y se paran delante de su habitual establo, a la espera de que alguien les empuje la puerta de entrada. A pocos metros, los equipos técnicos de Cahucopana[1] y Acvc[2] siguen reunidos bajo lo que parece una caseta de chiva[3] sin vistas a levantar la intensa sesión de trabajo del día, ya oscuro, y mientras un sibilino viento anuncia lluvia.
Es casi media noche y ahí continúan Giordano, Carlos, Alexandra, Víctor, Moncho, Jonathan, Anny, Milton, Ramiro…, analizando y repensado la situación de las comunidades del Nordeste Antioqueño durante estos últimos días, con las que ambas organizaciones trabajan. Las amenazas a algunos líderes campesinos se han hecho cada día más evidentes y la gente está asustada. Algunos sienten escalofríos solo de recordar fechas del pasado, eso que llaman “épocas más calientes”, donde hablar y trabajar por la paz y la justicia social en los territorios era sinónimo de asesinato colectivo. Como fue la masacre que hubo del 4 al 12 de agosto de 1983 y que dejó 20 cadáveres en Cañaveral[4], justo en el mismo lugar donde ahora acompañamos a los miembros de Cahucopana; justo donde una placa, cubierta de flores silvestres, recuerda a estas víctimas en mitad del caserío para no relegarlas al olvido.
[caption id="attachment_7797" align="alignnone" width="1200"] El Nordeste vive del cultivo de caña panelera, café, plátano, de la carne y leche de sus vacas y de la comercialización de madera.[/caption]
A Cañaveral la rodean verdosos montes de pasto y tres vías por donde entran y salen motos, carros, chivas y camiones, muchos camiones que colorean y ensordecen el ambiente. El Nordeste vive del cultivo de caña panelera, café, plátano, de la carne y leche de sus vacas y de la comercialización de madera. Debajo, en sus suelos húmedos, aguardan minas de oro trabajadas durante siglos por las poblaciones del lugar de manera artesanal y también explotadas durante décadas por multinacionales. Ya sea por la técnica de aluvión o de beta, casi todo el mundo del Nordeste conoce bien el laborioso proceso que conlleva rescatar este metal precioso tan cotizado en el mercado. Un metal que se mide por la “ley del oro” en función de su calidad y peso y que, por mucho que me explica Milton, no logro entenderlo bien: “la ley va entre 600 y 1.100, cuanto más ley, mayor el precio porque sube la calidad del oro; y cuantos más quilates, menos calidad”. “¿Pero qué tiene que ver la ley con los quilates?”, le pregunto ante mi ignorancia supina sobre el tema. Pero él se ríe, aspira la última calada de un cigarrillo y continúa: “dieciséis reales son un castellano y un castellano son cinco gramos, por lo tanto cien castellanos son una libra y dos libras hacen un kilo”. Y con cara de espanto, soy yo ahora la que le sonrío y suspiro ante tanta aparente complejidad.
[caption id="attachment_7786" align="alignnone" width="740"] Milton y Silvia[/caption]
Tengo la sensación que incluso en la escuela que tenemos calle abajo se estudia la ley del oro y que cualquier peladito[5] controla sus medidas y forma de producción. Según Milton, el 80% del oro que hay en el Nordeste Antioqueño sale de los municipios de Segovia y Remedios, por lo que la minería a pequeña escala siempre ha tenido un papel fundamental en esta región, aunque eso no haya gustado a todo el mundo. Y es que quienes se han dedicado a ello han sido estigmatizados y tildados de “financiadores de la guerra”, motivo por el que “nos han desplazado, nos han matado y nos han judicializado”.
Carlos Morales, dirigente campesino de Cahucopana, lo explica con indignación mientras se le nota la pasión que siente por las comunidades que acompaña, algo que lleva haciendo desde muy joven, cuando aprendió de su papá las formas de contrarrestar el conflicto colombiano desde el territorio, lo colectivo y lo noviolento. “Nosotros no hemos financiado ninguna guerra, todo lo contrario, hemos revertido siempre los beneficios de la minería en las comunidades, en generar condiciones de vida dignas para la región, en reforzar las vías de penetración, las escuelas, las casetas comunales…, algo que tienen que resolver las entidades del Estado y del Gobierno nacional pero que han sido los Comités Mineros quienes lo han hecho”, explica con detalle este defensor de derechos que insiste en trabajar desde las bases campesinas, sociales y comunitarias en Colombia, a pesar de que le hayan vulnerado en varias ocasiones sus empeños.
[caption id="attachment_7793" align="alignnone" width="1200"] El 80% del oro que hay en el Nordeste Antioqueño sale de los municipios de Segovia y Remedios, por lo que la minería a pequeña escala siempre ha tenido un papel fundamental en esta región, aunque eso no haya gustado a todo el mundo.[/caption]
En estos días, las denuncias de Cahucopana[6] están ligadas a la presencia de grupos neoparamilitares que están intimidando a las comunidades más rurales del Nordeste. A unos cuarenta minutos en carro de donde estamos se encuentra la Zona Veredal Transitoria de Normalización (Zvtn) de Carrizal y hace unos días se denunciaba la presencia de supuestos grupos paramilitares muy cerca de los campamentos de las Farc[7], lo que pone en peligro la seguridad de las comunidades aledañas y lo firmado en el Acuerdo de Paz, especialmente en los términos de garantías de no repetición.
“Aunque el gobierno no lo quiera reconocer, las comunidades sí vienen denunciando la fuerte presencia de hombres vestidos de negro que los identificas como paramilitares. Esto genera una preocupación y se acerca una posible crisis humanitaria en la región por desplazamiento interno de unas veredas a otras”, avisa Morales. Uno de estos desplazamientos más inminentes ha sido el del líder de Cahucopana, Ricaurte García, quien muy a su pesar ha tenido que salir de la zona veredal de Mina Nueva por los continuos avisos que le venían haciendo estos grupos a quienes no les gusta que las comunidades estén organizadas. Para Ricaurte, un joven muy activo del Nordeste que se ríe a cada rato incluso de su situación de riesgo, salir de su territorio significa perder la filosofía y el sentido de su causa en la vida, porque resistir frente a viento y marea es sinónimo de mucha dignidad, pero sobre todo de no querer perder su cultura, sus raíces ni su ancestralidad como campesino.
Autoprotegerse en colectivo
Las tradicionales formas de autoprotección de las comunidades de estos territorios han sido lo que les han salvado de los riesgos que tienen por pertenecer al Nordeste Antioqueño. El acumulado viene de la solidaridad entre veredas, de la participación activa de las Juntas de Acción Comunales o de la activación de los Refugios Humanitarios, especialmente en las “épocas más calientes” con los que consiguieron permanecer en sus territorios resistiendo al desplazamiento. El acompañamiento internacional, no sólo el que PBI les brinda desde hace años, ha hecho también posible visibilizar lo que acontece en esta zona de Colombia, olvidada y golpeada a partes casi iguales pero aún con fuerzas para seguir contando al mundo sus razones para no decaer. “Es importante que las organizaciones sociales e internacionales tengan una mirada distinta del Nordeste, y para ello es fundamental que vengan acá y conozcan la problemática de las comunidades, no tanto que las comunidades vayan allá”, me cuenta Morales acentuando el “acá” y el “allá” como dos abismos sin conexión que separan lo rural de lo citadino, lo nacional de lo internacional, como si fueran extremos desde donde es imposible comprender de igual forma lo que acontece en las zonas más rurales de Colombia. A pesar de todo, al equipo técnico de Cahucopana, incluso ante sus maratonianas agendas de acompañamiento a las zonas veredales del alto y bajo Nordeste, se les siente enérgicos. No disimulan su preocupación por el futuro, especialmente por las garantías que vayan a tener para permanecer en su territorio, pero trabajan por y para que las comunidades ni siquiera se les presente la remota opción de desplazarse. A finales de mayo están planificando distintas actividades donde se implique toda su gente porque “son ellas y ellos, los mayores y los jóvenes, quienes tienen que decidir qué hacer, cómo y cuándo en sus veredas sin que se lo impongan otros que vengan de fuera”. Y así, conjugando el verbo hacer en todas sus formas, Cahucopana y su base campesina seguirán sembrando semillas, no sólo las de frijoles, maíz y café, sino aquellas que germinan en los surcos de la paz, en las sendas de los sueños colectivos y en los caminos de las comunidades que aguantan convencidas de que algún día vivirán tranquilas y seguras en una tierra que brota vida. Mucha vida.Silvia Arjona