Sobre las orillas del río San Juan, junto a una espesa selva que une el Valle del Cauca con Chocó, hay un pequeño pueblo indígena wounaan nonam llamado Santa Rosa de Guayacán. Aquí, en una casa palafítica, hecha con rústicas tablas de madera y techo de zinc, (construcción característica de estas tierras ancladas en el Pacífico colombiano), nació hace 28 años Marcia Mejía Chirimía[1].
De niña pasaba el tiempo jugando con sus amigas en la quebrada; cuando creció, se enamoró y tuvo dos hijos. Tan pronto cómo se levantaba la niebla, que cada mañana arropa la selva, salía en canoa hacia su finca en el monte donde cultivaba bananos, papa china, maíz, yuca y caña de azúcar. Por la tarde, cargaba grandes baldes de agua hasta su casa. Era una vida tranquila y feliz. Marcia no salía de su territorio y conversaba casi exclusivamente en su lengua materna wounaan, idioma que comparte con otras 9.000 personas en el litoral pacífico[2]. Las mujeres se encargaban de proteger y transmitir los saberes en su comunidad.
[caption id="attachment_3160" align="alignnone" width="1200"] Marcia Mejía Chirimía es una destacada lideresa en su comunidad wounaan nonam.[/caption]
Todo cambió en 2010: la violencia y las amenazas a líderes se habían vuelto insoportables, había personas encapuchadas por los alrededores de su pueblo y nadie se atrevía a ir a las fincas para cultivar, navegar por los ríos para pescar o ir al monte para cazar. Los pobladores se encontraban confinados y comenzaron a sufrir hambre. Las mujeres temían por sus hijos e hijas.
En su desesperación abandonaron su pueblo y buscaron refugio en la ciudad. Empacaron unas pocas pertenecías, abandonaron sus gallinas y pavos y salieron por el río San Juan hacia Buenaventura, uno de los puertos más grandes de Colombia. Allí se instalaron en una bodega, (convertida en albergue, en la zona industrial), donde vivieron durante once meses. Para Marcia este tiempo fue una pesadilla. Veinticuatro familias, hombres, mujeres, niños y niñas, vivían hacinadas, dormían y cocinaban en un solo espacio lleno de colchonetas, bultos con comida y útiles de cocina.
“Pasamos una vida muy, muy mala en Buenaventura; no teníamos energía, no había agua, no había nada”, recuerda. “Los niños no querían comer porque lo que recibíamos de la ayuda humanitaria era una comida que no habían comido nunca; no estaban acostumbrados al sabor. Era una cosa muy espantosa y a veces, no quisiera ni recordar aquel tiempo”.
Lo peor era la falta de agua; muy cerca corría un arroyo árido, contaminado por las aguas negras y basuras provenientes de los negocios de la zona industrial. Allí los niños y niñas se bañaban y andaban constantemente con brotes de piel; y, las mujeres lavaban la ropa. “Causó muchas enfermedades”.
Con mucha impotencia, recuerda Marcia como fue el trato por parte de las autoridades. Nadie sabía cómo reclamar sus derechos, empezaron a llamar a la puerta de todas las entidades gubernamentales para buscar apoyo. Marcia recuerda que los funcionarios tenían palabras “muy bonitas, muy pulidas”, pero no venían acompañadas con acciones para mejorar su situación. Estaban desmoralizados: “Todo salió de forma negativa” y, finalmente, decidieron regresar a sus tierras, sabiendo que allí seguían los hombres con fusiles.
[caption id="attachment_3163" align="alignnone" width="1000"] Cuando regresaron las familias wounaan nonam a sus tierras crearon un resguardo humanitario y prohibieron el ingreso de actores armados en su pueblo.[/caption]
Regresar era duro; sus casas habían sido saqueadas en su ausencia, la selva había recuperado gran parte del pueblo, las tablas de sus casas se estaban pudriendo por la falta del mantenimiento. Las mujeres descargaron los bultos, limpiaron el terreno y buscaron semillas de pancoger.
Durante su desplazamiento habían conocido a miembros de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (Cijp), que les hablaban de las zonas humanitarias que existen en otras zonas rurales en Colombia. Aprendieron sobre estas experiencias y mecanismos para resistir en medio del conflicto armado.
A su regreso, crearon un resguardo humanitario, las mujeres pintaron grandes vallas y con letras de colores vivos escribieron “Resguardo Humanitario y Biodiverso, exclusivo de Población Civil”. Desde entonces, las vallas visibilizan su territorio y advierten a los actores armados que no pueden ingresar. Marcia se siente un poco más tranquila sabiendo que la Comisión Intereclesial denuncia la presencia de actores armados ilegales en su territorio. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos les otorgó medidas cautelares por su situación de vulnerabilidad.
Pero, por el miedo a los enfrentamientos entre neoparamilitares, guerrilla y ejército, a menudo dejan de internarse en la selva, dejan de pescar y cosechar. Desde su pueblo han observado oleadas de pobladores vecinos bajando por el río, huyendo de la violencia.
Al regresar a Santa Rosa de Guayacán, Marcia decidió involucrarse activamente en exigir los derechos de su pueblo indígena. Desde entonces, su vida ha cambiado por completo, ahora vive nuevamente en Buenaventura y es la cara visible de su comunidad ante las autoridades. Cada sábado, por la mañana se levanta muy temprano, toma la chiva, luego el bote para recorrer las tres horas de camino de Buenaventura a Santa Rosa de Guayacán. Al llegar, cambia su vestuario de ciudad por una falda corta de colores vivos y un collar de chaquiras y disfruta el fin de semana en familia. Los lunes regresa a Buenaventura.
Es un sacrificio grande estar separada de su familia, su pareja, sus dos hijos, (de siete y nueve años), de la vida tranquila del campo y extraña despertarse temprano con el canto de los pájaros. “Para mí es muy duro, como madre, tener a mis hijos lejos”. Cuando éstos le preguntan: “Mamá, ¿por qué usted no viene, cuando va a venir?”, Marcia les cuenta la historia de la Conquista, una historia de sangre, resistencia y supervivencia, les cuenta de los sacrificios de sus ancestros y la necesidad de seguir luchando por la supervivencia de su pueblo. Les habla del estudio de la Corte Constitucional de Colombia, que dice que el suyo es uno de los 34 pueblos indígenas de Colombia que tienen riesgo de desaparecer[3].
Por fortuna, tiene el apoyo incondicional de su familia que la admiran por el trabajo que hace. Cuando habla en público, la gente le escuchan con interés y admiración. Su sueño es abogar, no solo por su comunidad, sino por todos los pueblos indígenas en Colombia. “Si una se queda callada, ¿quién nos va a escuchar?”
Anima a otras mujeres a involucrarse en el liderazgo, pero los potenciales peligros, como las amenazas, desaniman a muchas. También Marcia tiene temores por los riesgos que implica, pero mientras en Colombia no conozcan la realidad que viven las comunidades rurales, no se va a dar por vencida.
Y, ¿cómo se imagina Marcia la paz en Colombia? “¡Ay dios!”, exclama, “solamente están en una dejación de armas, pero la paz, realmente, todavía está muy lejos”.
Se requiere un esfuerzo muy grande para que haya paz en territorios como el suyo. Una paz que ella llama “entera”, la percibe muy lejos. Es inimaginable que haya “una paz con hambre, sin educación, sin salud, sin vivienda, sin territorio, sin agua”, y esto sigue siendo la realidad que está viviendo su comunidad.
Bianca BauerNotas de pie
- Texto basado en una entrevista con Marcia Mejía Chirimía, enero de 2016
- Ministerio del Interior: Plan de salvaguardia étnica, 2012
- Corte Constitucional: Auto 004, 26 de enero de 2009