El día se levanta neblinoso. Las banderas de PBI siguen colgando de la casa del defensor de derechos humanos William Aljure en la plaza principal del remoto pueblo de Mapiripán en las sabanas orientales de Colombia. El campesino aprovecha la seguridad que le da nuestra presencia para llevar a Juan Carlos, su hijo de cinco años, a la escuela. Dando la otra mano a su esposa, se dirigen hacia el lado del río Guaviare que, al pie del pueblo, repta impasible en la bruma. Los seis guardaespaldas de nuestros acompañados de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (Cijp), se relevan frente a la puerta de la casa. Gallos deambulan por el parque de la plaza; de vez en cuando uno persigue a otro sobre algunas zancadas rápidas. Llega una segunda visita de la policía. Para frente a la casa una de sus camionetas que casi parece más un bus escolar por la decena de jovencitos sentados en la plataforma de atrás, a quienes no dejaron llevar armas, cachondeando y tomándose selfies con sus móviles. Parecen poco para enfrentarse a las fuerzas oscuras de Colombia en caso de que fuera su intención.
Mapiripán, parte uno: Jiw
Empiezan a llegar las delegaciones indígenas Sikuani y Jiw para su marcha hoy a la laguna sagrada de “Las Toninas” para reafirmar su derecho al territorio. Se sientan en las gradas de la cancha de baloncesto de la plaza. Los Jiws se reducen a una decena de chicos adolescentes, supervisados por un adulto. Llevan su ropa de cada día, y algunos tienen cara de haber sido mandados a la marcha por sus padres más bien que de participar por propia convicción. La delegación sikuani, más grande, cuenta con unas cincuenta personas más variadas: mujeres, hombres, jóvenes, ancianos. Llevan adornos y armas de caza tradicionales y algunos el bolillo simbólico de la guardia indígena no armada encargada de custodiar sus territorios. Los dos grupos se acercan uno tras otro a la olla del desayuno, caldo colombiano “sancocho” abrasante con trozos de vaca situada en el centro de la cancha; los Sikuanis primero, los Jiws después. Se forma la columna de la marcha con sus pancartas “A nosotros los indígenas nos prohíben la caza y la pesca”, “Las Toninas son reserva étnica y forestal”, “La laguna Toninas es sagrada para los indígenas”, “A los campesinos nos prohíben la caza, la siembra y el uso de los recursos nuestros”, “Nacimos del agua”. Observo con atención una gallina que se acerca confiada a un grupo de Sikuanis con sus arcos. Al notarla, se dan bruscamente la vuelta tensando las armas. Aparto la mirada para no ver el volátil hecho pincho, pero una risa general sube de los cazadores y guardan sus flechas. Hace más de sesenta años que conviven con la sociedad blanca, y se han acostumbrado a ella. Saben dónde cazar y donde no. De tener yo también un arco, creo que hubiera hecho la misma broma. Llega un grupo de seis policías con fusiles para escoltar la marcha. Nadie les presta atención alguna y la caminata, o más bien la “carrera” empieza. Rápidamente, rolas[1] y gringas[2] nos encontramos en cola jadeando, mientras las indígenas vuelan bajo el sol ya fuerte. Bajamos al puerto sobre el río Guaviare, cruzando buena parte del casco urbano ante los ojos de la población sorprendida por una manifestación política de las indígenas. Pronto, campos reemplazan las casas y empiezan a aparecer pancartas “Caza y pesca prohibidas”. Más adelante, empiezan los cultivos industriales de la transnacional Poligrow. Filas interminables de palmas africanas reptando de colina en colina hacia lo lejos, me hacen pensar en los viñedos de Bordeaux en mi país, Francia, pero aquí con proporciones aberrantes. Finalmente, el suelo se inclina y bajamos a un bosque nativo. Una senda estrecha nos guía entre masas frondosas y compactas, el aire se hace más fresco y húmedo. Las indígenas caminan más despacio, estamos llegando. Caminamos en la espesura hasta que, de repente, agua clara reemplace el suelo. La laguna sagrada de las Toninas empieza aquí. Desde la orilla, los últimos árboles estiran sus ramas encima del agua y nos mantienen en la sombra. No hay playas, el suelo está ocupado hasta la orilla por los árboles y más allá se extiende la vasta superficie plana azul-verde ligeramente rizada por la brisa. Subiendo a las ramas y asomándonos, podemos ver toda la laguna y sus orillas distantes más salvajes y frondosas aún. Por el camino, me preguntaba a qué se podía parecer una laguna sagrada para las indígenas. Ahora frente a mis ojos, me parece un templo de naturaleza, como un gran anillo verde ciñendo una esmeralda plana para un propósito suprahumano. Las orillas frondosas impiden un acceso cómodo, y no se ven embarcaciones ni edificios. Parece que la laguna da la espalda a los humanos. No les deja realmente acceder a ella, y se concentra sobre sí misma, sobre algo más importante, a lo que se podría acceder desde sus entrañas. Entiendo porque las indígenas vieron este lugar como la entrada a un mundo o a una dimensión aparte. Como frente a un vórtex, estar aquí nos genera un olvido ligeramente hipnótico de todo el resto. Parece que uno se podría perder allí y nunca encontrar su camino de vuelta. Jiws y Sikuanis se esparcen por los alrededores, con algo de cuidado, como pisando una tierra ajena. La violencia paramilitar les ha impedido el acceso a la laguna por décadas. Las mayores se acuerdan del sitio, de haber estado aquí en su juventud. Pero para todos las jóvenes, hasta ahora, la laguna solo ha sido un lugar encantado, quizás fantaseado, presente en viejas historias y con un significado impreciso, como podría ser para los católicos europeos la cueva de Lourdes o el santuario de Fátima. Ahora lo tienen frente a sus ojos, y mi impresión es que muchas no saben realmente cómo reaccionar. Siento que les pasa un poco lo que me pasaba de niño y adolescente cuando mi madre me llevaba a la iglesia: sentía un cierto respeto instintivo hacia el lugar de culto, pero no me quedaba del todo claro lo que yo hacía allí. Algunos sacan hilos e intentan pescar sin éxito. Las lideresas prenden un fuego y empiezan un ritual sencillo para, me imagino, reentrar en relación con las presencias etéreas encerradas aquí por décadas bajo la bota paramilitar. Apenas se concluye el ritual, ruge un terrible trueno. Todos sobresaltamos, y en unos segundos las indígenas, se escabullen entre exclamaciones por la senda, apartándose de la laguna. Al minuto, se desploma el cielo entero en nuestras cabezas: un aguacero bajo el cual nos cuesta respirar sin tragar agua, como si estuviéramos en la laguna, o como si ella nos hubiera bruscamente alcanzado con un tentáculo acuoso y nos quisiera traer a ella. Salimos del bosque corriendo con cierta confusión, las palmas africanas asoman de nuevo a lo lejos. Me doy una última vuelta hacia la arboleda y la pared del aguacero, que ahora retrocede y cesa. En la noche, con la marcha entramos en una finca cercana cuyas dueñas nos invitaron a cenar y pernoctar. Diviso un bulto blanco en el suelo rodeado por cuatro hombres. Al acercarme, veo que es una vaca inmóvil, los cuernos y una pata enredados por una cuerda en una postura que le estira el cuello dejando bien aparente su vena yugular. Uno de los hombres se agacha y, con un pequeño golpe de la punta de su cuchillo, abre el vaso. Sin violencia, sin brusquedad, la sangre brota y la vaca empieza a vaciarse. Me surge un sentimiento de molestia al ver lo fácil que es quitarle la vida. No he visto ningún despliegue de fuerza, ningún grito, ningún combate, nada más que un golpecillo no más fuerte que tocar a una puerta. Ninguna emoción particular tampoco parece perturbar a los hombres presentes, solo miran la vaca agonizando, y esperan. Paso mi mano por mi cuello. ¿Tan frágil es la vida? ¿A eso de la muerte vivimos entonces? ¿Un golpecillo y ya? Pienso en la artillería que llevan encima los soldados, los policías que vemos en cada esquina de este país, y a la parecida que tienen los grupos armados ilegales, cuyo poder de destrucción es incomparable con la punta de este cuchicillo. Más palpable se me hace el clima a veces deletéreo y la fragilidad de la vida en este país. La vaca respira profundamente para calmarse y porque, por la pérdida de sangre, debe empezar a sentir el fuego de la asfixia en su cuerpo. Este esfuerzo es ahora patético, el chorro de sangre ya no es continuo, sino que brota solo a finales de cada larga expiración. Su acto mismo de respirar para repeler la muerte es lo que cada vez la acerca más, hasta que se haga el silencio. En la finca, las Sikuanis están preparando su fuego y su campamento. Trajeron hamacas y equipamiento de cocina. Los Jiws, no trajeron nada y se encuentran con la noche, de pie al lado de su fuego sin saber dónde dormir ni atreverse a pedir ayuda. Las que no somos indígenas dormimos en el privilegio de la casa rudimentaria del dueño. Los pueblos no se mezclan y las nativas se acercan a la casa con timidez, saben que en esta sociedad su lugar está afuera. Me atrevo a preguntar: “No podrían dormir los Jiws en esta sala vacía de la casa?” El dueño me contesta que mejor que no, finalmente se les presta una carpa. El día siguiente transcurre en la finca entre reuniones con las indígenas, las campesinas y las pescadoras de Mapiripán, para hablar de los problemas de acaparaciones de tierras y daños ambientales que sufren. El padre Alberto de la Cijp da una misa “interreligiosa” para todos. El culto se abre con un canto del Llano entonado por un campesino. Las primeras notas suenan como un aullido desconcertante, cantado a pleno pulmón dentro de la casa pequeña donde todos estamos agolpados, esta vez incluidas las indígenas. No puedo reprimir una sonrisa al ver uno de ellos salir corriendo tapándose los oídos y murmullando “¡No, no, no...!”. Sus cantos, que siguen, son mucho más suaves y embriagadores: sacuden ligeramente unas maracas con una letanía baja y repetitiva. Más bien que un culto, esta misa me parece un homenaje al Llano y un llamado conmovedor a la unión de las que sufren opresión y despojo. Con larga sonrisa, el padre Alberto predica: “Mientras los Jiws sigan por su lado, los Sikuanis por el suyo, los campesinos por el suyo y los pescadores por el suyo… ¡les van a pulir!” A lo largo del día, las indígenas por pequeños grupos van y vienen a los bosques vecinos para cazar. Ayer me deslumbraron unos adolescentes Jiw, sin arcos, saliendo de repente de la marcha y entrando corriendo en un bosque, machetes altos, para salir minutos después con un oso de palma[3] descuartizado. Al desplazarse por el monte se consideran siempre en caza, aún durante una marcha política como la de ayer. Y si llega a aparecer una presa, pasa inmediatamente a ser la prioridad. [caption id="attachment_9262" align="alignnone" width="1200"] Christophe, brigadista francés de PBI Colombia[/caption] El día, y con él el primer retorno indígena a la laguna de las Toninas, se va acabando. Mientras empacamos para irnos, nubes pesadas se acumulan y el día oscurece. Con violencia, empiezan los truenos. Destellos alumbran el cielo, y rayos empiezan golpear una y otra vez una colina frente a nosotros, la única a la vista plantada con las filas de palmas africanas de Poligrow. Parece que se concentran allí en un bombardeo místico. No puedo reprimir un pensamiento hacia el ritual indígena de ayer en la cercana laguna. ¿Habrá algún empleado de la empresa profanado su orilla?
Mapiripán, parte uno: Jiw
Empiezan a llegar las delegaciones indígenas Sikuani y Jiw para su marcha hoy a la laguna sagrada de “Las Toninas” para reafirmar su derecho al territorio. Se sientan en las gradas de la cancha de baloncesto de la plaza. Los Jiws se reducen a una decena de chicos adolescentes, supervisados por un adulto. Llevan su ropa de cada día, y algunos tienen cara de haber sido mandados a la marcha por sus padres más bien que de participar por propia convicción. La delegación sikuani, más grande, cuenta con unas cincuenta personas más variadas: mujeres, hombres, jóvenes, ancianos. Llevan adornos y armas de caza tradicionales y algunos el bolillo simbólico de la guardia indígena no armada encargada de custodiar sus territorios. Los dos grupos se acercan uno tras otro a la olla del desayuno, caldo colombiano “sancocho” abrasante con trozos de vaca situada en el centro de la cancha; los Sikuanis primero, los Jiws después. Se forma la columna de la marcha con sus pancartas “A nosotros los indígenas nos prohíben la caza y la pesca”, “Las Toninas son reserva étnica y forestal”, “La laguna Toninas es sagrada para los indígenas”, “A los campesinos nos prohíben la caza, la siembra y el uso de los recursos nuestros”, “Nacimos del agua”. Observo con atención una gallina que se acerca confiada a un grupo de Sikuanis con sus arcos. Al notarla, se dan bruscamente la vuelta tensando las armas. Aparto la mirada para no ver el volátil hecho pincho, pero una risa general sube de los cazadores y guardan sus flechas. Hace más de sesenta años que conviven con la sociedad blanca, y se han acostumbrado a ella. Saben dónde cazar y donde no. De tener yo también un arco, creo que hubiera hecho la misma broma. Llega un grupo de seis policías con fusiles para escoltar la marcha. Nadie les presta atención alguna y la caminata, o más bien la “carrera” empieza. Rápidamente, rolas[1] y gringas[2] nos encontramos en cola jadeando, mientras las indígenas vuelan bajo el sol ya fuerte. Bajamos al puerto sobre el río Guaviare, cruzando buena parte del casco urbano ante los ojos de la población sorprendida por una manifestación política de las indígenas. Pronto, campos reemplazan las casas y empiezan a aparecer pancartas “Caza y pesca prohibidas”. Más adelante, empiezan los cultivos industriales de la transnacional Poligrow. Filas interminables de palmas africanas reptando de colina en colina hacia lo lejos, me hacen pensar en los viñedos de Bordeaux en mi país, Francia, pero aquí con proporciones aberrantes. Finalmente, el suelo se inclina y bajamos a un bosque nativo. Una senda estrecha nos guía entre masas frondosas y compactas, el aire se hace más fresco y húmedo. Las indígenas caminan más despacio, estamos llegando. Caminamos en la espesura hasta que, de repente, agua clara reemplace el suelo. La laguna sagrada de las Toninas empieza aquí. Desde la orilla, los últimos árboles estiran sus ramas encima del agua y nos mantienen en la sombra. No hay playas, el suelo está ocupado hasta la orilla por los árboles y más allá se extiende la vasta superficie plana azul-verde ligeramente rizada por la brisa. Subiendo a las ramas y asomándonos, podemos ver toda la laguna y sus orillas distantes más salvajes y frondosas aún. Por el camino, me preguntaba a qué se podía parecer una laguna sagrada para las indígenas. Ahora frente a mis ojos, me parece un templo de naturaleza, como un gran anillo verde ciñendo una esmeralda plana para un propósito suprahumano. Las orillas frondosas impiden un acceso cómodo, y no se ven embarcaciones ni edificios. Parece que la laguna da la espalda a los humanos. No les deja realmente acceder a ella, y se concentra sobre sí misma, sobre algo más importante, a lo que se podría acceder desde sus entrañas. Entiendo porque las indígenas vieron este lugar como la entrada a un mundo o a una dimensión aparte. Como frente a un vórtex, estar aquí nos genera un olvido ligeramente hipnótico de todo el resto. Parece que uno se podría perder allí y nunca encontrar su camino de vuelta. Jiws y Sikuanis se esparcen por los alrededores, con algo de cuidado, como pisando una tierra ajena. La violencia paramilitar les ha impedido el acceso a la laguna por décadas. Las mayores se acuerdan del sitio, de haber estado aquí en su juventud. Pero para todos las jóvenes, hasta ahora, la laguna solo ha sido un lugar encantado, quizás fantaseado, presente en viejas historias y con un significado impreciso, como podría ser para los católicos europeos la cueva de Lourdes o el santuario de Fátima. Ahora lo tienen frente a sus ojos, y mi impresión es que muchas no saben realmente cómo reaccionar. Siento que les pasa un poco lo que me pasaba de niño y adolescente cuando mi madre me llevaba a la iglesia: sentía un cierto respeto instintivo hacia el lugar de culto, pero no me quedaba del todo claro lo que yo hacía allí. Algunos sacan hilos e intentan pescar sin éxito. Las lideresas prenden un fuego y empiezan un ritual sencillo para, me imagino, reentrar en relación con las presencias etéreas encerradas aquí por décadas bajo la bota paramilitar. Apenas se concluye el ritual, ruge un terrible trueno. Todos sobresaltamos, y en unos segundos las indígenas, se escabullen entre exclamaciones por la senda, apartándose de la laguna. Al minuto, se desploma el cielo entero en nuestras cabezas: un aguacero bajo el cual nos cuesta respirar sin tragar agua, como si estuviéramos en la laguna, o como si ella nos hubiera bruscamente alcanzado con un tentáculo acuoso y nos quisiera traer a ella. Salimos del bosque corriendo con cierta confusión, las palmas africanas asoman de nuevo a lo lejos. Me doy una última vuelta hacia la arboleda y la pared del aguacero, que ahora retrocede y cesa. En la noche, con la marcha entramos en una finca cercana cuyas dueñas nos invitaron a cenar y pernoctar. Diviso un bulto blanco en el suelo rodeado por cuatro hombres. Al acercarme, veo que es una vaca inmóvil, los cuernos y una pata enredados por una cuerda en una postura que le estira el cuello dejando bien aparente su vena yugular. Uno de los hombres se agacha y, con un pequeño golpe de la punta de su cuchillo, abre el vaso. Sin violencia, sin brusquedad, la sangre brota y la vaca empieza a vaciarse. Me surge un sentimiento de molestia al ver lo fácil que es quitarle la vida. No he visto ningún despliegue de fuerza, ningún grito, ningún combate, nada más que un golpecillo no más fuerte que tocar a una puerta. Ninguna emoción particular tampoco parece perturbar a los hombres presentes, solo miran la vaca agonizando, y esperan. Paso mi mano por mi cuello. ¿Tan frágil es la vida? ¿A eso de la muerte vivimos entonces? ¿Un golpecillo y ya? Pienso en la artillería que llevan encima los soldados, los policías que vemos en cada esquina de este país, y a la parecida que tienen los grupos armados ilegales, cuyo poder de destrucción es incomparable con la punta de este cuchicillo. Más palpable se me hace el clima a veces deletéreo y la fragilidad de la vida en este país. La vaca respira profundamente para calmarse y porque, por la pérdida de sangre, debe empezar a sentir el fuego de la asfixia en su cuerpo. Este esfuerzo es ahora patético, el chorro de sangre ya no es continuo, sino que brota solo a finales de cada larga expiración. Su acto mismo de respirar para repeler la muerte es lo que cada vez la acerca más, hasta que se haga el silencio. En la finca, las Sikuanis están preparando su fuego y su campamento. Trajeron hamacas y equipamiento de cocina. Los Jiws, no trajeron nada y se encuentran con la noche, de pie al lado de su fuego sin saber dónde dormir ni atreverse a pedir ayuda. Las que no somos indígenas dormimos en el privilegio de la casa rudimentaria del dueño. Los pueblos no se mezclan y las nativas se acercan a la casa con timidez, saben que en esta sociedad su lugar está afuera. Me atrevo a preguntar: “No podrían dormir los Jiws en esta sala vacía de la casa?” El dueño me contesta que mejor que no, finalmente se les presta una carpa. El día siguiente transcurre en la finca entre reuniones con las indígenas, las campesinas y las pescadoras de Mapiripán, para hablar de los problemas de acaparaciones de tierras y daños ambientales que sufren. El padre Alberto de la Cijp da una misa “interreligiosa” para todos. El culto se abre con un canto del Llano entonado por un campesino. Las primeras notas suenan como un aullido desconcertante, cantado a pleno pulmón dentro de la casa pequeña donde todos estamos agolpados, esta vez incluidas las indígenas. No puedo reprimir una sonrisa al ver uno de ellos salir corriendo tapándose los oídos y murmullando “¡No, no, no...!”. Sus cantos, que siguen, son mucho más suaves y embriagadores: sacuden ligeramente unas maracas con una letanía baja y repetitiva. Más bien que un culto, esta misa me parece un homenaje al Llano y un llamado conmovedor a la unión de las que sufren opresión y despojo. Con larga sonrisa, el padre Alberto predica: “Mientras los Jiws sigan por su lado, los Sikuanis por el suyo, los campesinos por el suyo y los pescadores por el suyo… ¡les van a pulir!” A lo largo del día, las indígenas por pequeños grupos van y vienen a los bosques vecinos para cazar. Ayer me deslumbraron unos adolescentes Jiw, sin arcos, saliendo de repente de la marcha y entrando corriendo en un bosque, machetes altos, para salir minutos después con un oso de palma[3] descuartizado. Al desplazarse por el monte se consideran siempre en caza, aún durante una marcha política como la de ayer. Y si llega a aparecer una presa, pasa inmediatamente a ser la prioridad. [caption id="attachment_9262" align="alignnone" width="1200"] Christophe, brigadista francés de PBI Colombia[/caption] El día, y con él el primer retorno indígena a la laguna de las Toninas, se va acabando. Mientras empacamos para irnos, nubes pesadas se acumulan y el día oscurece. Con violencia, empiezan los truenos. Destellos alumbran el cielo, y rayos empiezan golpear una y otra vez una colina frente a nosotros, la única a la vista plantada con las filas de palmas africanas de Poligrow. Parece que se concentran allí en un bombardeo místico. No puedo reprimir un pensamiento hacia el ritual indígena de ayer en la cercana laguna. ¿Habrá algún empleado de la empresa profanado su orilla?
Christophe