En la Concepción los niños están hechos de otra pasta, como se suele decir: corren sin zapatillas, saltan sobre un río lleno de vida y trepan a los árboles para coger pequeñas goyavas verdes que mastican arriesgando los dientes. Estar entre ellos puede reconectarte casi instantáneamente con algo que quizás ya hayamos perdido todas nosotras y nosotros, algo cuyo valor es realmente incalculable. Quizás parezca que estamos haciendo un dibujo, una caricatura que peque de cierto romanticismo del que históricamente se ha abusado demasiado. Sin embargo, estando ahí, estando nosotros entre esas volteretas y chiquilladas que se deshacen colina abajo en una de las pocas selvas pluviales del mundo, no podemos más que notar lo que antes no habíamos sentido: lo hermoso y especial de esta vida que aquí, en el espacio ancestral del río Naya, crece sagrada; y vemos el valor tan profundo de aquellos que han sigo perseguidos, estigmatizados, desaparecidos o asesinados por defender este lugar. Sus niños y niñas nos recuerdan una pacífica despreocupación de la que ya poco sabemos, pero que sigue siendo tarea de todos y todas defender.
Es difícil imaginar que en este mismo lugar y sobre esa misma paz, apenas unos días antes, la violencia tejiera también su historia. Las agresiones que han padecido los habitantes del Naya jamás han cesado y constantemente han impedido al agua lavar apropiadamente las heridas. Ahí, en ese mismo lugar sobre el que nuestra mirada anda perdida entre tanta belleza, otros se han prendido de su riqueza reducida a meras mercancías o a lugar estratégico de paso. Quién sabe cuántos no están soñando ahora mismo con conquistar este territorio, robarle al río y la comunidad su vida y su tranquilidad.
Acunados por el murmullo de las aguas, es casi imposible pensar que desde abril hayan desaparecido violentamente a 4 personas del Consejo Comunitario del Naya, una de ellas incluso arrebatada a punta de fusil de las manos del estado[1]. Los ejecutores de tal acción esperaban que éste fuera un mensaje de terror sólo para los civiles nayeros. Sin embargo, gracias al trabajo perseverante de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (CIJP) muchos más oídos, nacionales e internacionales, han podido escuchar lo que ahí ocurría y han tergiversado las intenciones de los asesinos confesos, convirtiéndolo en una razón más para la resistencia y la defensa de los Derechos Humanos.
Desde PBI nos hicimos eco de éstos acontecimientos y hemos podido estar cerca de la comunidad acompañando a CIJP en la aplicación de nuestro mandato: proteger el espacio de trabajo de los y las defensores/as de Derechos Humanos colombianos/as. En este tiempo hemos tenido el privilegio de conocer, por ejemplo, a las defensoras que dirigen la asociación AINI estos últimos meses, logrando evitar que las agresiones sufridas con la desaparición de los cuatro líderes nayeros destruyera un tejido social tan rico como el que existe entre los habitantes del río. También tuvimos la suerte de conocer tantos otros líderes sociales de las comunidades, quienes no dejaron de sorprendernos por su determinación y compromiso hacia su comunidad.
Ha habido, sin embargo, otras voces que han venido a señalar a las víctimas, líderes comunitarios, de criminales. Así lo anunciaba un video[2] difundido por los autores de las desapariciones en el que confirmaban que habían sido ejecutados. Los habitantes de las cuencas del río lo tienen claro: los desaparecidos son víctimas, lo mismo que sus familias. Como nos indican varias lideresas de AINI, estos actos atentan contra la comunidad en general y son el resultado de la persecución a la que son sometidos y sometidas por su labor de defensa de los derechos de todos.
En efecto, el Naya, un río encajado en las dinámicas del conflicto del pacífico, vive un recrudecimiento regional de la violencia que está alcanzando, para líderes, lideresas sociales, defensores y defensoras de Derechos Humanos, niveles preocupantes según lo apuntan organismos como ‘Somos Defensores’, Indepaz o la OACNUDH, entre otros. En sus informes[3], estas organizaciones hablan de un incremento de los asesinatos y amenazas a defensores de Derechos Humanos y a líderes comunitarios, especialmente a aquellos que están encabezando la implementación de los acuerdos de paz, sobre todo en lo referido al punto sobre sustitución de cultivos ilegales y restitución de tierras y a los cuales debemos sumar, desgraciadamente, los y las defensores/as del medio ambiente.
En nuestro trabajo de acompañantes y observadores internacionales hemos encontrado, como en muchas otras partes del país, una población valiente y decidida a demandar sus derechos que no está dispuesta a ser amedrentada por la violencia. En varias comunidades del Naya hemos podido ser testigos de un esfuerzo colectivo y verdaderamente humano que no ha cedido ante los embistes y exigencias del conflicto. Ante las amenazas que demandan silencio, los nayeros y nayeras han contestado levantando una lona blanca que interpela a todos y dice claramente que éste es un “Lugar de Refugio”, un “Territorio Humanitario” y “Exclusivo de la población civil”.
Con este gesto se pretende contrarrestar y frenar situaciones como las vividas el día 2 de mayo[4], cuando hombres fuertemente armados incursionaron en la comunidad Juan Santos. Tras este acontecimiento, unas 50 personas se desplazaron a otras comunidades cercanas en busca de refugio. Historias como éstas se repiten río arriba y abajo, como el transitar de los actores armados que históricamente y bajo distintos nombres han controlado estas aguas: ora guerrilleros, ora paramilitares[5], narcotraficantes[6], y vuelta río arriba, río abajo…
En nuestra última entrada, la CIJP iba parando en cada comunidad para ver cómo estaban los habitantes y avisarles de que una delegación de la Defensoría iba a llegar a analizar y registrar las situaciones de confinamiento y de desplazamiento que podrían estar dándose. En una de esas paradas, un hombre nos comenta que nunca antes había visto un funcionario del Estado llegar hasta la Concepción, la última comunidad del Bajo Naya, a unas cuatro o cinco horas en lancha desde Buenaventura. En medio de esta geografía selvática los riesgos sobrevenidos por intentar refugiarse al interior del hogar pueden ser tan peligrosos como verse envuelto en los enfrentamientos entre varios actores ilegales, o entre éstos y la fuerza pública. “Aquí uno vive el día a día”, nos explica, “si no vamos a trabajar un día no tenemos lo necesario para vivir. Pero tenemos miedo de los actores que se mueven por el territorio”. Nunca antes tuvo tanto sentido para nosotros la famosa frase de estar ‘entre la espada y la pared’: o morir de hambre, o en medio de los enfrentamientos.
Nuestra última parada es en la Concepción. Cuando llegamos ahí, desde la iglesia donde la comunidad se ha reunido con los funcionarios públicos, salen bailando los cantos de resistencia y de paz del pueblo afronayero.[7]
Por la noche, Enrique Chimonja (Kike), de la CIJP, reúne a las personas de esta comunidad. La lluvia, que golpea de manera ensordecedora el techo de chapa, no parece impedir a nadie que acuda al evento. Kike explica qué significa y cómo hacer uso de los lugares de refugio humanitario. Pero éstos son más nuevos para nosotros que para la comunidad. En abril de 2008[8], tras operativos militares de la armada y del ejército en el bajo Naya, el Consejo Comunitario decidió declarar 13 caseríos lugares de refugio, una figura respaldada por el Derecho Internacional Humanitario (DIH). Estos espacios tienen como objetivo prohibir la presencia de actores armados con el fin de evitar que la población sea víctima de confrontaciones armadas y/o declarados blancos por las fuerzas militares. Hoy, por desgracia, somos testigos de la reactivación de esta herramienta jurídica y de supervivencia que muchos habían querido olvidar tras la desmovilización de las FARC-EP. Lamentablemente, la paz aún se hace esperar en estas tierras que han vuelto a dar vida a nuevos casos de desapariciones forzadas y enfrentamientos armados, como un mal recuerdo del que no se les permite desprenderse u olvidarse.
“Colgando la bandera blanca muestra que este caserío es un lugar donde viven civiles, y donde no pueden ingresar actores armados”, explica Chimonja, defensor del año 2017 por Diakonía[9]. Nosotros, por nuestro lado, seguimos haciendo esfuerzos por pensar cómo combinar estas dos imágenes que nos llevamos del Naya: la del lugar pacífico donde uno puede maravillarse con una naturaleza y humanidad sagras; por el otro, el espacio donde la humanidad hay que exigirla y no puede darse por sentada.
Hay, sin embargo, muchos más ríos como el Naya en Colombia. Lugares donde se siente la violencia, pero donde no dejamos de escuchar voces de resistencia; lugares donde las comunidades, en un ejercicio legítimo de sus derechos, defienden su territorio, que es defender la vida, su paz, no sólo ante las armas, sino también ante aquellos que los estigmatizan por su encomiable esfuerzo. En el 2016 en Colombia se firmó un acuerdo de paz, pero en el 2018 todavía hay muchos procesos de paz, infinidad de construcciones de paces en los territorios que pese a la persecución y los homicidios siguen como el caudal del río, imparables.
Adrian Carrillo y Coraline Ricard