En el remoto municipio de Mapiripán en las sabanas orientales de Colombia, el asentamiento indígena “Jiw” está en ebullición. Hoy empieza el primer torneo de fútbol femenino entre pueblos nativos Jiw y Sikuani, ideado por las mujeres Jiws y organizado por la organización Comisión Interiglesial de Justicia y Paz (Cijp) acompañada por PBI. Las condiciones meteorológicas son perfectas: un cielo azul que cruzan nubes blancas cuyas sombras pasan a cada rato como caricias frescas. Los equipos son de cinco jugadoras más dos suplentes. Para la ocasión, las Jiws repararon las porterías que estaban rotas en mi última visita, y construyeron una nave de hojas de palma para recibir a los equipos Sikuanis y a su afición. Las orillas de la cancha están atestadas de público indígena cuya excitación y gritos redoblan al entrar los dos equipos designados por sorteo para abrir el torneo. Ambos son Jiw. Como en “La Champions” se ubican en línea a ambos lados del árbitro, en el centro de la cancha para que Abilio de la Cijp, les saque la foto oficial. Entonces, protocolariamente se giran y se cruzan en dos columnas para que cada jugadora apriete la mano de todas sus oponentes, y rompen para tomar sus posiciones. Suena el silbato y se arrojan al ataque del arco adverso. Corren, saltan, tiran, caen, se levantan. Fuera del partido ya no existe nada. Estas mujeres han sido históricamente y hasta el día de hoy dominadas por sociedades patriarcales, apartadas de las tomas de decisiones, del foco de atención, abusadas tanto dentro como fuera de sus comunidades[1]. Hace medio año, tras un acoso diario, unos hombres Jiws, ahora fuera de la comunidad con sus familias, asesinaron a una de ellas en este mismo asentamiento.
Mapiripán, parte uno: Jiw Mapiripan, parte dos: Laguna sagrada
Muchas trabajan para la empresa de palma africana Poligrow ubicada en el municipio de Mapiripán, y ahí son a menudo consideradas como ignorantes, fáciles e inadaptadas. Pero hoy son el centro de atención y de los honores. Llevan uniformes coloridos, impecables, con números y sus nombres en la espalda, y el nombre de su caserío adelante impreso en su corazón. Todo el mundo las está mirando y se apasiona por su partido, y ningún hombre pisa la cancha. Luchan con ardor, no paran un segundo. Las arqueras no esperan nunca: apenas agarran la pelota, la lanzan hacia adelante para un contra ataque. Nunca hacen un pase hacia atrás tampoco; cuando se encuentran acorraladas, tiran hacia adelante sin apuntar, con todas sus fuerzas. No celebran realmente sus goles. Su entrega impresionante en el juego no se traduce en exaltación al marcar o al ganar, como si, acostumbradas a luchar sin receso en la vida, no se permitieran estos regocijos. Tampoco se gritan ni se hablan mucho en el juego. Una sobriedad y un coraje de supervivientes se desprende de ellas; lucharán en la cancha, como en la vida mientras sea necesario. Los partidos se siguen. Poco a poco sube el sol. El público se queda allí sin que mengüe su fervor. Al final de la mañana entra en competición el equipo de Elizabeth, futbolista joven venida de Bogotá con la Cijp. Integró un equipo mixto de mujeres Sikuanis y Jiws inscritas en el último momento. Al receso se acerca a nosotras[2]. Entre jadeos, nos dice: ”Son muy guerreras… la pelota está dura como una piedra...” En el segundo periodo, se esfuerza en desarrollar un juego de pases al suelo, pero solo en raras ocasiones lo logra. Las indígenas interceptan todo con la cabeza o el pecho antes de que la pelota llegue al suelo. Pobre rola[3], no juega mal, pero acá no se juega así. A finales del día quedan en competición solo cuatro equipos, todos Jiws. El día siguiente es el de las semifinales y de la final. Cuando llegamos al asentamiento a las seis de la mañana, el sol apenas sale, pero las jugadoras, ya uniformadas, y su afición están todas listas, pataleando de impaciencia. Apenas llegamos, se acercan los equipos eliminados en el día anterior y sus familias. Piden una segunda oportunidad para seguir en el torneo. La entrega de las jugadoras se incrementa aún en las semi finales. Caen al suelo, ruedan. Ninguna nunca tiene una palabra para quejarse o contestar las decisiones del árbitro. Las bancadas vienen a hablar con los organizadores de Cijp: quieren que el árbitro sea duro, que se imponga sin vacilar. Llegan a la final los equipos de los asentamientos Jiw de Zaragoza-uno, el más antiguo de la zona, y Zaragoza-seis, el más grande, el único con cancha, y donde tiene lugar el torneo. Pita el árbitro y empieza el partido, esta vez en el clímax de la intensidad. La entrega de las jugadoras es ahora total. Por primera vez, empiezan a discutir con el árbitro. A pesar de estar ligeramente dominadas, Zaragoza-uno abre la marca. Físicamente son un poco inferiores, pero tienen un juego de pases más construido que les permite acercarse más al arco de Zaragoza-seis. Justo antes del receso, de un tiro como para descornar un buey, Zaragoza-seis empata. Apenas pitado el descanso, veo a una jugadora coger a su bebé, levantarse la camiseta y darle de mamar. No lo soltará hasta volver a la cancha. A lo largo del segundo periodo, salen dos jugadoras levemente lesionadas. Siento dolor ajeno por las que han decidido jugar descalzas. Preferiría pisar descalzo un suelo de brasas antes que está cancha. Zaragoza-uno mete un gol más y parece tener el título entre sus manos hasta el último minuto cuando, llevadas por los alientos de sus muchas hinchas, Zaragoza-seis encuentra la fuerza de remontar y empatar otra vez. Apenas se acaba el segundo periodo, el público, que sabe lo que viene: la sesión de penalties; corre a una de las dos porterías y forma allí un semicírculo compacto de cinco rangos de personas brincando como niños. Los miembros de la Cijp las tienen que hacer retroceder con mucha dificultad porque todas quieren estar lo más cerca posible del desenlace. Por sus caras, las jugadoras no parecen perturbadas. Les veo ojos de cazadoras; al igual que cuando al acecho, tensando un arco en la selva para derribar una iguana y aliviar el hambre de su familia, aquí no pueden fallar. ¡Hay que tirar la pelota en el arco y ya! En sus mentes no hay más, y en absoluto miedo a fallar o atención a las posibles consecuencias. Los penalties se siguen. Todas las jugadoras tiran y sigue el empate. Tiran ahora arquera contra arquera: las dos marcan. Tienen que volver las dos primeras en tirar. Zaragoza-seis va primera, y bajo una ola de aclamaciones, marca. Tira ahora Zaragoza-uno, y con un ruido de impacto sordo, la arquera bloquea la pelota y, cayendo, casi entierra en el suelo para que no se mueva más. El semicírculo se abre para dejar paso al equipo Zaragoza-seis, por fin exultando, y con gritos de victoria, emprenden una vuelta corriendo por todo el asentamiento, seguidas por sus hinchas más felices aún. Se difumina la muchedumbre, desaparece el equipo Zaragoza-uno, y cuando las ganadoras vuelven de su vuelta los gritos se callan. Para la entrega de los premios, el público y las jugadoras finalistas se juntan en círculo en el centro de la cancha. Tras un homenaje a Betty, la mujer Jiw asesinada hace medio año, perdedoras y ganadoras de la final reciben su premio con igual silencio. Del equipo derrotado, solo se acercan dos jugadoras. De la Zaragoza victoriosa todas están, pero me sorprenden porque no aprovechan el momento para atraer más atención sobre ellas, sobre su victoria. No saltan, no se exclaman, no levantan los brazos. Reciben su premio, un panel solar, en silencio y, tras algunos minutos, la asistencia se disuelve. Pronto se desvanecen las últimas huellas de que acaban de darse dos días de fútbol trepidantes acá. El silencio ha vuelto. La sabana sigue allí, nos rodea. Una brisa ligera se levanta y la noche pronto llegará. Antes de que nos vayamos, paso al lado de una casita. Allí una de las jugadoras ha vuelto a sus ocupaciones de siempre: cocina para su familia y a la vez vigila a su último bebé. Pero no se ha cambiado; con orgullo sigue llevando su camiseta de competidora con su color y su nombre. Esperemos que, en su corazón, la lleve mucho tiempo más.
Mapiripán, parte uno: Jiw Mapiripan, parte dos: Laguna sagrada
Muchas trabajan para la empresa de palma africana Poligrow ubicada en el municipio de Mapiripán, y ahí son a menudo consideradas como ignorantes, fáciles e inadaptadas. Pero hoy son el centro de atención y de los honores. Llevan uniformes coloridos, impecables, con números y sus nombres en la espalda, y el nombre de su caserío adelante impreso en su corazón. Todo el mundo las está mirando y se apasiona por su partido, y ningún hombre pisa la cancha. Luchan con ardor, no paran un segundo. Las arqueras no esperan nunca: apenas agarran la pelota, la lanzan hacia adelante para un contra ataque. Nunca hacen un pase hacia atrás tampoco; cuando se encuentran acorraladas, tiran hacia adelante sin apuntar, con todas sus fuerzas. No celebran realmente sus goles. Su entrega impresionante en el juego no se traduce en exaltación al marcar o al ganar, como si, acostumbradas a luchar sin receso en la vida, no se permitieran estos regocijos. Tampoco se gritan ni se hablan mucho en el juego. Una sobriedad y un coraje de supervivientes se desprende de ellas; lucharán en la cancha, como en la vida mientras sea necesario. Los partidos se siguen. Poco a poco sube el sol. El público se queda allí sin que mengüe su fervor. Al final de la mañana entra en competición el equipo de Elizabeth, futbolista joven venida de Bogotá con la Cijp. Integró un equipo mixto de mujeres Sikuanis y Jiws inscritas en el último momento. Al receso se acerca a nosotras[2]. Entre jadeos, nos dice: ”Son muy guerreras… la pelota está dura como una piedra...” En el segundo periodo, se esfuerza en desarrollar un juego de pases al suelo, pero solo en raras ocasiones lo logra. Las indígenas interceptan todo con la cabeza o el pecho antes de que la pelota llegue al suelo. Pobre rola[3], no juega mal, pero acá no se juega así. A finales del día quedan en competición solo cuatro equipos, todos Jiws. El día siguiente es el de las semifinales y de la final. Cuando llegamos al asentamiento a las seis de la mañana, el sol apenas sale, pero las jugadoras, ya uniformadas, y su afición están todas listas, pataleando de impaciencia. Apenas llegamos, se acercan los equipos eliminados en el día anterior y sus familias. Piden una segunda oportunidad para seguir en el torneo. La entrega de las jugadoras se incrementa aún en las semi finales. Caen al suelo, ruedan. Ninguna nunca tiene una palabra para quejarse o contestar las decisiones del árbitro. Las bancadas vienen a hablar con los organizadores de Cijp: quieren que el árbitro sea duro, que se imponga sin vacilar. Llegan a la final los equipos de los asentamientos Jiw de Zaragoza-uno, el más antiguo de la zona, y Zaragoza-seis, el más grande, el único con cancha, y donde tiene lugar el torneo. Pita el árbitro y empieza el partido, esta vez en el clímax de la intensidad. La entrega de las jugadoras es ahora total. Por primera vez, empiezan a discutir con el árbitro. A pesar de estar ligeramente dominadas, Zaragoza-uno abre la marca. Físicamente son un poco inferiores, pero tienen un juego de pases más construido que les permite acercarse más al arco de Zaragoza-seis. Justo antes del receso, de un tiro como para descornar un buey, Zaragoza-seis empata. Apenas pitado el descanso, veo a una jugadora coger a su bebé, levantarse la camiseta y darle de mamar. No lo soltará hasta volver a la cancha. A lo largo del segundo periodo, salen dos jugadoras levemente lesionadas. Siento dolor ajeno por las que han decidido jugar descalzas. Preferiría pisar descalzo un suelo de brasas antes que está cancha. Zaragoza-uno mete un gol más y parece tener el título entre sus manos hasta el último minuto cuando, llevadas por los alientos de sus muchas hinchas, Zaragoza-seis encuentra la fuerza de remontar y empatar otra vez. Apenas se acaba el segundo periodo, el público, que sabe lo que viene: la sesión de penalties; corre a una de las dos porterías y forma allí un semicírculo compacto de cinco rangos de personas brincando como niños. Los miembros de la Cijp las tienen que hacer retroceder con mucha dificultad porque todas quieren estar lo más cerca posible del desenlace. Por sus caras, las jugadoras no parecen perturbadas. Les veo ojos de cazadoras; al igual que cuando al acecho, tensando un arco en la selva para derribar una iguana y aliviar el hambre de su familia, aquí no pueden fallar. ¡Hay que tirar la pelota en el arco y ya! En sus mentes no hay más, y en absoluto miedo a fallar o atención a las posibles consecuencias. Los penalties se siguen. Todas las jugadoras tiran y sigue el empate. Tiran ahora arquera contra arquera: las dos marcan. Tienen que volver las dos primeras en tirar. Zaragoza-seis va primera, y bajo una ola de aclamaciones, marca. Tira ahora Zaragoza-uno, y con un ruido de impacto sordo, la arquera bloquea la pelota y, cayendo, casi entierra en el suelo para que no se mueva más. El semicírculo se abre para dejar paso al equipo Zaragoza-seis, por fin exultando, y con gritos de victoria, emprenden una vuelta corriendo por todo el asentamiento, seguidas por sus hinchas más felices aún. Se difumina la muchedumbre, desaparece el equipo Zaragoza-uno, y cuando las ganadoras vuelven de su vuelta los gritos se callan. Para la entrega de los premios, el público y las jugadoras finalistas se juntan en círculo en el centro de la cancha. Tras un homenaje a Betty, la mujer Jiw asesinada hace medio año, perdedoras y ganadoras de la final reciben su premio con igual silencio. Del equipo derrotado, solo se acercan dos jugadoras. De la Zaragoza victoriosa todas están, pero me sorprenden porque no aprovechan el momento para atraer más atención sobre ellas, sobre su victoria. No saltan, no se exclaman, no levantan los brazos. Reciben su premio, un panel solar, en silencio y, tras algunos minutos, la asistencia se disuelve. Pronto se desvanecen las últimas huellas de que acaban de darse dos días de fútbol trepidantes acá. El silencio ha vuelto. La sabana sigue allí, nos rodea. Una brisa ligera se levanta y la noche pronto llegará. Antes de que nos vayamos, paso al lado de una casita. Allí una de las jugadoras ha vuelto a sus ocupaciones de siempre: cocina para su familia y a la vez vigila a su último bebé. Pero no se ha cambiado; con orgullo sigue llevando su camiseta de competidora con su color y su nombre. Esperemos que, en su corazón, la lleve mucho tiempo más.
Christophe