Walter Agredo, miembro de la Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (FCSPP), además de ser una de las personas que desde PBI hemos tenido el privilegio de acompañar en su labor por los derechos humanos, es uno de los rostros claves para la reconstrucción del tejido social que muchos colombianos y muchas colombianas piden tras la firma del acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC-EP. Lo es desde su modesto lugar, aportando con su esfuerzo a lo que sólo puede ser un ejercicio colectivo. Walter es de esas personas capaces de iluminar los rincones más oscuros del conflicto, atrayendo dosis de justicia a las situaciones desoladoras que todos hemos fallado en permitir: el respecto a la dignidad humana. Propietario no sólo de historias y recuerdos apasionantes que darían para más de una novela, es también una persona con una lucidez intelectual y una pasión por su trabajo admirable.
Este defensor de los derechos humanos es del tipo de personas que no pasan desapercibidas allá donde esté; mejor dicho, es imposible no notar su presencia por la capacidad que tiene de nutrir de cierta cualidad los espacios en los que se encuentra. De todas esas tonalidades que Walter es capaz de atraer a los espacios que comparte con PBI, las que más resaltan, sin lugar a dudas, son su espíritu de resistencia política y justicia y su condición de buen orador. Sin embargo, haríamos mal aquí en separar esa claridad discursiva del flujo de energía, pasión y ganas de vivir que materializan sus esfuerzos cotidianos desde el FCSPP. Con alguien así uno logra aprender algo fundamental: el trabajo por los Derechos Humanos (DDHH) va mucho más allá de la formalidad y de la legalidad, es el intento genuino por dignificar la vida; la de uno mismo y la de muchos más. Dicho intento se encuentra constantemente con fronteras invisibles que limitan y estigmatizan a quienes se han atrevido a dar este paso en un país que aún hoy alcanza cotas de violencia que están oscureciendo los beneficios del Acuerdo que hizo famoso a Colombia en el 2016.
Me encuentro con Walter en una cafetería de Santiago de Cali. Llevo el chaleco de PBI con la intención de poder hacer visible lo traslúcido de su situación como defensor amenazado; un esfuerzo ciertamente complejo pero necesario. Entonces Walter me dice que la última amenaza llegó el día anterior. No dan un respiro. Aún recuerdo que hablamos hace tan sólo dos semanas por otra amenaza que llegó con su nombre y apellidos. Van cayendo como gotas de agua en un monzón: sin descanso y embarrando todo a su paso, con una capacidad destructiva impredecible. La denuncia ya está en el juzgado, según me cuenta. Por esta razón, varios agentes de la SiJiN y de la Procuraduría se pasaron por la oficina del FCSPP, sede Valle del Cauca. Desde mi ignorancia y desde la distancia que nos separa le digo: “¿Qué bien, no”. A lo que él me contesta: “Así es siempre. Luego nunca sabemos nada más hasta que llega la siguiente”.
[caption id="attachment_10405" align="alignnone" width="1200"] Walter Agredo (FCSPP) con Sophie (PBI)[/caption]
En este momento trato de hacer un esfuerzo imposible por comprender los entresijos de una realidad cotidiana no sólo para Walter, sino para muchos que como él decidieron apoyar la reconstrucción de un país sumido en más de 50 años de conflicto interno a través del trabajo por los derechos humanos. Es inevitable sentir la frustración de ver cómo su esfuerzo no sólo no se ve recompensado, sino agredido. Es necesario entender que el derecho internacional en este ámbito no sólo trata de proteger bienes jurídicos individuales, sino aquellos que nos afectan a todos, sin importar la diferencia entre fronteras, culturas, lenguas o género; bienes jurídicos que, se entienden, son los que tratan de respectar nuestra humanidad. Sin embargo, y pese a que los crímenes contra éstos nos afecten a todos, son Walter y otros como él los que se han convertido en objetivo de las diferentes facciones del conflicto.
Éste fenómeno contrasta radicalmente con otras caras de la sociedad y la realidad colombiana. Walter me cuenta que durante el mundial de fútbol, tras el primer partido de Colombia, uno de los jugadores de la selección recibió una amenaza[1]. Muy poco tiempo después el estado ya tenía el paradero de las personas que presuntamente habían hecho llegar la violenta misiva[2]: “cualquiera diría que necesito ser futbolista, famoso o actor para que alguien atienda las amenazas que recibo desde el 2008”. En el caso de Walter nadie, en más de diez años de amenazas consecutivas, ha sido acusado o detenido por esta tortura silenciosa a la que se enfrenta como miembro de la Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos. La impunidad ha sido total, como si ejercer este tipo de violencia hacia alguien, someterle a dicho castigo inhumano, fuera una cosa que pudiéramos aligerar o darnos el lujo de no tomárnoslo en serio.
No hay que confundirse, llevar desde el 2008 recibiendo amenazas[3] constantes puede, y de hecho así ocurre, dejar secuelas terribles en la persona y su vida. Así me lo dice abiertamente Walter: “los asesinados están muertos, lo cual es terrible; pero estar amenazado es una zozobra que no tiene fin”. Cuesta un esfuerzo extraordinario, además, imaginar la capacidad destructiva de esta práctica contra quienes no forman parte activa del conflicto y sólo son ciudadanos y ciudadanas ejerciendo una labor legítima como es la defensa de los DDHH.
Todo esto no es un ejercicio meramente literario en el contexto de un país como Colombia sobre el que todavía se nota el frescor de las dos últimas masacres realizada, primero, a siete campesinos en Argelia (Cauca)[4], después, a 8 personas que se encontraban en un bar en el Tarra (Catatumbo, Norte de Santander)[5]. Un país que se vio obligado a salir a las calles el pasado viernes seis de Julio, cuando miles de personas acudieron a actos públicos regados por todo el territorio para velar a sus líderes y lideresas sociales, defensores y defensoras de derechos humanos asesinados tras la firma de los acuerdos de paz en el 2016[6]. Una situación que ya alcanza cifras alarmantes en todo el país: según la Defensoría del Pueblo, 311; la Fiscalía General de la Nación, 181[7]. Pese a la discrepancia de los datos, son suficientes como para tomar seriamente la capacidad de los victimarios para cumplir sus amenazas y generar una zozobra social a un país entero. Sin embargo, la realidad sigue siendo de una gran impunidad ante estos hechos que generan daños irreparables para las personas agredidas por el torrencial de panfletos y llamadas que persiguen su libertad de acción y que pretenden acallar cualquier tipo de esfuerzo colectivo.
[caption id="attachment_10403" align="alignnone" width="1200"] Walter en el encuentro de selección y formación de PBI en España, mientras estuvo exiliado (2013)[/caption]
Lo peor en dicho contexto es, en palabras de Walter, “la in-dolencia” del país. Este defensor resalta con desasosiego el hecho de que, frente a las multitudinarias manifestaciones, no hay -a día de hoy- ninguna de ellas que haya salido a pedir el fin de las amenazas. Y pese a esta sensación de abandono y aislamiento al que parece estar condenado un amenazado, Walter no deja de hacer referencia a la dura situación de otros que como él sufren esta violencia desde localidades aún más complejas, como en las zonas rurales. Pese a que el mero relato de su situación rebasa mi capacidad moral para digerir tanta zozobra, él sigue teniendo espacio para sumar casos que, desde su perspectiva, “están mucho peor”.
A día de hoy, Walter acompaña algunos de los casos de los 34 campesinos, líderes sociales y políticos de Nariño y Cauca apresados y encarcelados, acusados de guerrilleros. A raíz de este caso, Walter declaró a la prensa que desde el FCSPP: “consideramos que se viene haciendo una persecución al movimiento social y al movimiento popular de este país en término de los montajes y de los procesos de este tamaño, de esta dimensión”[9]. También hace el seguimiento al juicio de una joven estudiante asesinada presuntamente por militares en la vía a Buenaventura, en el Valle del Cauca. Hace poco, me cuenta, tuvieron el juicio -diez años después de tan atroz crimen-. En aquella ocasión Walter se ofreció a llevar a la mamá de la joven a dicho juicio donde tuvo que ver a los presuntos asesinos de su niña. Los temblores nerviosos y de angustia de esa madre, indescriptibles, aún merecen un hueco en la vida de este defensor de DDHH.
Conversar y compartir un momento de la vida con Walter es sinónimo de rejuvenecimiento de la dignidad; algo que necesitamos todos, sin excepción, más allá de cualquier frontera, cultura, raza, lengua y/o género. Aunque no sería lo mismo si dicho encuentro fuera en otro país, otro territorio que el que ha alimentado y visto crecer a esta persona. Para Walter esto no es un riesgo, sino parte de su historia. En 2013 tuvo que exiliarse a España durante seis meses después de que fueran a buscarlo a su oficina para asesinarlo hasta en tres ocasiones. Por eso, es necesario el compromiso de todos para que terminen las amenazas, la persecución, el señalamiento político y, finalmente, los asesinatos a líderes con el fin de que éstos no se vean obligados a tener que dar un paso atrás en su trabajo, ni verse condenados al ostracismo.
Colombia se merece, más si cabe tras los acuerdos de paz de la Habana, de la presencia y vitalidad de defensores como Walter Agredo. Me es imposible imaginar un lugar donde se necesite más y se merezca más este esfuerzo para redignificar la vida humana y el territorio que su patria, Colombia.
Finalmente, me despido de Walter deseándole que ésta vez sea diferente, la primera en que realmente note una respuesta contundente por parte de las herramientas de protección del estado; la última en la que le llegue una amenaza. Él se despide tan sólo recomendándome una canción.
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Adrián Carrillo